El Óvalo
Fernando D. Umpiérrez el 24 de octubre de 2022
Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.
El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.
Gracias a la premisa «Año 2077. Llegaron de las estrellas. Abrimos los ojos por primera vez», propuesta por el gran @israelcastro.psicologo, pude cerrar muchas de las historias que había ido generando a lo largo de los días en los que mataba el tiempo de confinamiento. Una premisa compleja, para una historia compleja y cargada de significado.
¿Qué harías si en el cielo aparece un día un óvalo que parece conectar con toda la humanidad? Descúbrelo a continuación.
El Óvalo
Las imágenes del viejo telescopio espacial Charles Bolden se sucedían ante los asombrados ojos de Isaiah. La calidad no era demasiado buena y estaba limitada por las dos dimensiones —nunca le gustó la sensación de usar implantes amplificadores—, pero desde su pequeño laboratorio no tenía acceso a las transmisiones de la sonda X Æ A-12. No obstante, la definición era lo suficientemente buena como para que Isaiah hubiese dado más vueltas al café con la cucharilla que la Tierra alrededor del Sol.
En la pantalla, una enorme estructura rugosa y ovalada se sostenía en el espacio, en órbita terrestre, salpicada de extraños puntos metálicos como insectos en un parabrisas. El asteroide OR2 1998 había cambiado de rumbo inesperadamente por segunda vez en la historia, y reducido su velocidad hasta detenerse justo antes de tocar la termosfera, lo que no correspondía con el comportamiento habitual, ni de ese, ni de ningún otro asteroide conocido.
A través de unos altavoces, los sonidos de las ondas cerebrales de su abuela dieron paso al Johnny B. Good de Chuck Berry, añadiéndole al momento el toque necesario de surrealismo. Mientras, la vieja televisión ultra plana que Isaiah había rescatado del trastero arrojaba, en bucle, los diagramas, imágenes y esquemas enviados en la Voyager a los confines del espacio hacía exactamente cien años. No era una casualidad, era una auténtica locura. Y, sin embargo, estaba impregnada para él de una familiaridad desconcertante.
Desde que apareciese aquella monstruosidad en el cielo, el viejo disco de oro se había comenzado a reproducir en cualquier aparato del planeta mínimamente adaptado para ello. El primer contacto con una inteligencia extraterrestre en mitad de la mayor tecnopandemia de la historia, y allí estaba él, trasteando con cacharros en el cobertizo de la granja familiar. Se sentía completamente perdido, fuera del tiempo y del espacio.
Cuando sonó el móvil dejó inmediatamente de remover el café frío y se quedó mirando la pantalla. La serie de números encriptados que parpadeaba solo podía significar una cosa, y era algo para lo que no estaba preparado. Al aceptar la llamada, se generó un avatar holográfico estándar sobre el teléfono. A la Alianza Espacial Internacional le encantaba ese rollo de película de espías.
—No, David —respondió al descolgar, antes siquiera de escuchar a su interlocutor.
—¿Cómo sabías que era yo? —Al otro lado de la línea, su antiguo compañero de proyecto sonaba menos sorprendido de lo que pudiese parecer.
—Eres el único que todavía me tiene algo de aprecio por ahí. Era lógico pensar que el bueno de Alexander te utilizaría como parapeto en lugar de rebajarse a conectar en persona el puto terminal.
—Coincidirás conmigo en que ahora no es el menos estresado del planeta, precisamente… Tienes que venir, Isaiah, esto es importante. Qué coño, ¡esto es lo que has estado esperando toda tu vida!
—Y por lo que me echaron con cajas destempladas, ¿recuerdas?
—Ya sabes cómo son los administradores. Sostener a los herederos del SETI ya no resultaba rentable y tú tampoco pusiste las cosas fáciles.
—Me trataban como un lunático, David. ¡Me costó años de terapia superarlo! Además, ya estoy retirado, olvídalo.
—¿Me lo dices sentado en el laboratorio cochambroso ese que tienes?
El silencio de Isaiah fue más que elocuente. David, al otro lado, esperó pacientemente, dejando que el peso de la realidad reposase sobre sus hombros.
—¿Crees que voy a regresar arrastrándome solo porque a los peces gordos les venga bien exhibir al rarito en las noticias? —respondió Isaiah, tras un carraspeo.
—No, vas a regresar porque hay un objeto desconocido orbitando nuestra atmósfera. Además, el consejo de administración no tenía ningún interés en dar su brazo a torcer. Se te ha requerido desde arriba.
—Quién iba a estar más… ¿La presidenta?
—No me has entendido, Isaiah. Desde mucho más arriba. Más te vale que cojas un par de mudas limpias y vengas echando leches.
La llamada se cortó e Isaiah se fue reclinando lentamente sobre el respaldo de su silla, ajeno al saludo de bienvenida en cincuenta y seis idiomas diferentes que se escuchaba a través de los altavoces.
***
Elegir entre unos cereales con fibra y chocolate, y unos de arroz inflado, era el menor de los problemas de Carmen. Eso no impedía que llevase diez minutos con una caja en cada mano, incapaz de tomar una decisión. El visor holográfico integrado en su retina no hacía más que arrojar valores comparativos de calorías, azúcares y vitaminas a los que no les hacía demasiado caso.
Puede que las cuatro horas de sueño que llevaba a sus espaldas tuviesen algo que ver. Mahdi llevaba algunos días más inquieto de la cuenta, y cada vez resultaba más difícil de controlar cuando le daba unos de sus ataques. «Mahdi…».
Carmen miró al cochecito por inercia, buscando a su hijo, pero se lo encontró completamente vacío.
—¿Mahdi? ¡Mahdi!
Carmen salió disparada por los pasillos, con los ojos desorbitados y una opresión en el pecho, interrogando a la retahíla de «zombis» que deambulaban por el supermercado.
—Perdona, ¿has visto a un niño más o menos de esta altura, con una venda en la frente? —La chica con la que se cruzó, agitó sus rastas luminosas, negando con la cabeza, aturdida, mientras los leds de su mascarilla formaban un signo de interrogación—. Da igual… ¡Mahdi!
Se encontró al pequeño sentando frente a la puerta abierta de un congelador vertical, con la mirada clavada en el vacío. Sus dedos se movían con una cadencia monótona y tranquilizadora, acompañando el vaivén de todo el cuerpo. Carmen respiró hondo y se acercó con cuidado para no alterarlo más de la cuenta.
—Aquí estás, mi vida… —dijo Carmen para sí, agachándose y levantándole el mentón con delicadeza. Mahdi, como siempre, desvió sus enormes ojos azules, rehuyendo la mirada de su madre—. Un día me vas a dar un disgusto de verdad.
—¿Se encuentra bien? —preguntó una señora a sus espaldas, mirando la venda que rodeaba la cabeza del pequeño.
—¡Ah, sí! No se preocupe, gracias. —respondió Carmen, distraída.
—Parece mentira que sean tan inquietos, ¿verdad? —dijo la señora, sonriendo con complicidad.
—Y que lo diga…
Carmen intentó aupar a su hijo en brazos, que se resistía a abandonar el frío del congelador, evitando tocarle la venda para no hacerle más daño.
Un par de días antes, Mahdi se había levantado de la esquina del salón donde solía pasar las horas y lo había cruzado como una exhalación hasta estamparse contra la puerta del balcón, haciéndose una profunda herida en la frente por la que le tuvieron que poner ocho puntos. Aún después del golpe, el niño seguía empeñado en salir fuera, con la mirada clavada en el extraño punto negro sobre el cielo. Hizo falta una increíble dosis de paciencia y la ayuda de un vecino para conseguir calmarle hasta que llegase el dronbulancia.
Tras el incidente comenzaron a reproducirse aquellas imágenes en bucle, tan antiguas como hipnóticas, en todos los aparatos y proyectores del planeta.
Carmen sentó a Mahdi en la sillita del coche y puso la compra en el maletero. Se había olvidado de la mitad de las cosas, pero ya no le quedaban fuerzas y apenas tenía unas horas para dejar al pequeño con la canguro y marcharse a trabajar. Cuando se sentó frente al volante, su cabeza era un enjambre de abejas asesinas. Inspiró, contó hasta diez mentalmente, y le echó un vistazo a su hijo por el retrovisor antes de arrancar. Mahdi tenía la mirada clavada en el horizonte a través de la ventana. En aquel extraño objeto ovalado, silencioso y estático, que había puesto patas arriba a una humanidad que empezaba a salir de sus casas después de muchos años de darle la espalda al mundo. Eso se llamaba volver a la realidad por la puerta grande.
***
El recibidor del edificio de la International Space Alliance era un hervidero de actividad cuando Isaiah recogió su acreditación en el mostrador de información. Al otro lado del arco de seguridad le esperaba David con las manos metidas en los bolsillos y rostro serio, aunque un atisbo de sonrisa le asomaba tímida en la comisura de los labios.
—Me alegro de verte, jefe. ¿qué tal el vuelo? —le dijo a Isaiah.
—Como se entere El Magno de que me andas llamando así en sus dominios te va a dejar sin postre.
—Como se entere de que fuiste quien le puso el mote, serás tú al que sirva de postre.
Ambos se fundieron en el abrazo cómplice de dos viejos amigos que han vivido demasiado.
—¿Qué demonios hago aquí, David?
—Me temo que ese privilegio se lo ha reservado El Mag… Alexander en persona —respondió David cuando se separaron—. Además, no me perdería tu cara ni en un millón de años. Vamos.
Isaiah siguió a David por los pasillos del edificio, hasta un ascensor que le era familiar y que llevaba a los niveles más profundos del complejo. David acercó el nanochip de su antebrazo al panel de acceso, que se iluminó, solicitando instrucciones.
—Nivel menos cincuenta y uno, por favor. —indicó David.
—Pensaba que solo había cincuenta plantas.
—Y yo, hasta hace no mucho. Vas a alucinar.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, parejas de guardias pertrechados les fueron solicitando las identificaciones y practicando escáneres biométricos a lo largo de interminables puestos de vigilancia.
—¿A dónde me llevas? —preguntó Isaiah cuando cruzaron el último control.
—Su nombre oficial es Mando de Observación y Revelación Astronómica, aunque lo conocemos cariñosamente como MOiRA. Desde aquí se procesa la información de nuestros satélites registrados y de nuestras sondas «fantasma», para anticipar la formación, comportamiento y posibles recursos aprovechables de cualquier cuerpo celeste conocido o por conocer.
—¿Cómo que anticipar?
—Esta preciosidad es el ordenador cuántico más avanzado del planeta, Isaiah. Y el motivo por el que prescindieron de tus servicios.
—¿Disculpa?
—MOiRA es lo más cercano que ha estado nunca el ser humano de ver el futuro, amigo mío. Y el primer resultado que arrojó, tras analizar una cantidad de datos casi infinita, es que estamos completa e irremediablemente solos en el Universo.
—Pues espero que Alexander aún guarde la factura…
La última esclusa se abrió, borrando de un plumazo cualquier atisbo de sarcasmo en la expresión de Isaiah y sustituyéndolo por estupefacción.
Frente a él se abría una sala tubular dominada por un enorme obelisco adamascado. Aquella cosa podía medir cinco o seis pisos de alto y arrojaba decenas de destellos por los leds que salpicaban su superficie. Tres círculos concéntricos de mesas con procesadores y pantallas holográficas rodeaban la magnífica estructura. En aquel momento, unas veinticinco personas ocupaban diferentes puestos en ellas, equipados con gafas VR y guantes hápticos.
—Es bonita, ¿verdad? —La voz de Alexander le sentó como un tiro en la nuca, desde donde procedía.
—Un precioso pisapapeles, por lo que parece… —respondió Isaiah disimulando el shock inicial.
—MOiRA ha acertado con precisión milimétrica no solo la composición en metales y minerales preciosos de multitud de explotaciones a lo largo del Sistema Solar —recitó Alexander, casi de memoria—. Y no ha fallado en una sola predicción meteorológica ni sísmica desde su activación.
—¿No crees que es demasiada inversión para un anemómetro?
—No quiero discutir contigo, Isaiah. Estás enfadado y lo entiendo, pero el porcentaje de acierto de MOiRA es del 98,7% y cuando afirmó con rotundidad que no existía vida extraterrestre, el programa SETI dejó de tener sentido. No te lo tomes como algo personal.
Isaiah se limitó a señalar uno de los monitores que enfocaba al enorme óvalo suspendido en el cielo.
—Eso es una sorprendente anomalía que necesitamos resolver, y por eso estás aquí. Estoy dispuesto a restituir tu departamento contigo a la cabeza y devolverte todos tus privilegios si accedes a…
—Qué magnánimo…
Alexander sonrió, tensando la mandíbula. A su espalda, David ocultaba la suya tras la palma de la mano.
—Escúchame bien, imbécil. Si por mí fuera, seguirías en el agujero infecto en el que te escondes a jugar a los marcianitos, pero por desgracia esto no depende de mí, así que dejemos de perder el tiempo.
—A ver si te entra en la cabeza de una puta vez que no voy a dar la cara ni por ti, ni por tu pedrusco cuántico para que me vuelvas a utilizar de chivo expiatorio delante de la presidenta europea o la Alianza de Naciones o quien cojones haya levantado el teléfono.
Alexander miró a David, atónito. Este se limitó a encogerse de hombros.
—¿De verdad crees que la Alianza de Naciones tiene algún tipo de potestad en estas instalaciones? ¿De verdad crees que tienen la más remota idea de la existencia de esta sala?
—Illuminati, el Papa de Roma… ¡Me da igual!
Alexander estiró el brazo con la mano abierta, en un aspaviento. A Isaiah le costó unos segundos darse cuenta de que no iba a pegarle un tortazo, sino que señalaba en una dirección. Concretamente, al monitor que enfocaba al enorme óvalo suspendido en el cielo.
—¿Qué coño estás…? ¿Cómo…?
—Sígueme. Estás perturbando el ambiente y ya he perdido suficientes efectivos.
Alexander entró en una pequeña sala de reuniones adyacente, seguido de David, que acompañaba del brazo a un aturdido Isaiah.
—Supongo que habrás notado que últimamente la programación de la televisión es un poco monótona.
—El disco de oro de la Voyager… —alcanzó a murmurar, mientras David le ayudaba a sentarse en una de las sillas que se habían elevado desde el suelo, alrededor de la mesa de juntas.
—Al principio solo se recibió en unas pocas instalaciones de alto secreto, encargadas de la comunicación con las colonias exteriores, así que lo atribuimos a alguna broma de los exonautas —continuó Alexander—. Sin embargo, al poco tiempo el supuesto asteroide OR2 1998 se desvió de su trayectoria y el resto supongo que ya lo conoces. No tenía sentido… MOiRA no se había equivocado jamás y, sin embargo, ahí estaba aquella cosa para mearse en la cara del mayor avance tecnológico de la historia. Después de la conmoción inicial, nuestros expertos se resignaron al evidente error de cálculo y asumieron que estábamos ante el primer contacto con una civilización extraterrestre.
—Pero había algo más—dijo David, encendiendo un retroproyector holográfico en el centro de la mesa. En el aire, se materializó la habitual reproducción en bucle del disco dorado, que se fue descomponiendo en varias capas a medida que David las manipulaba con gestos de las manos—. Los ingenieros descubrieron que existía una anomalía escondida bajo la grabación original; dos mensajes ocultos. Uno era una serie de dígitos que correspondían a unas coordenadas terrestres —La proyección amplió la secuencia «2043000S2457030E» repetida en bucle—. El otro estaba escrito en un lenguaje cuaternario que conocerás bien.
La proyección del disco dejó paso a una representación de la Tierra con una flecha flotando sobre un enorme salar situado al noreste de Botsuana. Junto al globo terráqueo, una sucesión de letras en triplete avanzaba como un rodillo interminable.
—De acuerdo con los datos —continuó David—, MOiRA determinó que la secuencia encajaba con el genoma completo de un ser humano. De uno muy concreto.
—Yo… —concluyó Isaiah, anonadado.
—Es difícil determinarlo con exactitud debido a su inmensidad, pero creemos que el centro del óvalo se encuentra parado justo encima de las coordenadas —David manipuló la proyección para ampliar el globo—. Enviamos varios equipos en cuanto desciframos el mensaje, pero perdimos la señal satélite cada vez que se aproximaban la zona. No hemos vuelto a saber nada de ellos.
—¿Entiendes ahora por qué tu culo está calentando una de mis sillas? —espetó Alexander.
***
Carmen retiró con cuidado la venda de la cabeza de Mahdi ante su ausente y esquiva mirada. La herida con forma de diamante parecía que se estaba curando a buen ritmo, así que dejó que se airease un poco en lugar de cubrirla con gasa estéril.
—¿Sabes qué vamos a hacer hoy, cariño? —preguntó Carmen, sin esperar una respuesta— Vamos a pintar un enorme barco con acuarelas en esa puerta mala, para que lo veas la próxima vez que quieras jugar a los fantasmas.
Después de recoger las vendas y el desinfectante, Carmen dejó a Mahdi de nuevo en su corral infantil. En ese momento unos suaves nudillos tocaron a la puerta.
Cuando Carmen abrió, se encontró al otro lado con una mirada profunda y penetrante coronada por una melena de arcoíris.
—Amarillo… —susurró la chica, dejando entrever una cálida sonrisa.
—¿Disculpe?
—Perdona, me llamo Esther y me gustaría robarte unos minutos para hablar de tu hijo Mahdi.
Carmen removía su tacita de café con la mirada fija en Esther, mientras la chica arcoíris observaba a Mahdi jugando en su corral.
—¿Qué le ha pasado en la frente?
—Un accidente doméstico. Quiso salir al balcón a lo Kitty Pride.
—¿Quién?
—Ya sabes, la mutante de Marvel…, atravesar paredes… Da igual, olvídalo. El caso es que se dio un buen golpe con la puerta corredera —dijo Carmen, señalando la grieta en el cristal—. Me temo que le dejará una bonita cicatriz.
—¿Conoces el kintsukuroi?
—No tengo el gusto.
—Es un arte japonés de restauración que cubre las roturas con una laca de oro, convirtiendo las cicatrices en una obra de arte completamente nueva. —respondió Esther, mirándola a los ojos—. La idea es que nunca aprenderemos si nos empeñamos en esconder lo que nos rompe, en lugar de abrazar su belleza como un recordatorio de nuestras experiencias.
—Bonita filosofía… ¿Es de eso de lo que has venido a hablar? ¿De artesanía?
—¿Había hecho algo así antes? —Esther volvió a fijar la vista en el pequeño—. Lo de la puerta, digo.
—De vez en cuando le dan ataques, pero nunca uno tan fuerte. Supongo que desde que apareció esa cosa en el cielo está más intranquilo.
Esther asintió despacio, dando un sorbo a su café.
—Comencé a tener sueños bastante psicodélicos incluso antes de que apareciese. Soy sinestésica, así que estoy acostumbrada a soñar todo tipo de locuras, pero estos eran más vívidos de lo habitual. ¿Sabes lo que es la sinestesia?
—¿Lo de escuchar colores y ver la música?
—Bueno, esa es una simplificación un tanto tosca, pero me vale —respondió Esther—. Esa cosa parece emitir en algún tipo de frecuencia que nos afecta mucho más a los que tenemos sinestesia, no sé si por la mayor proporción de conexiones neuronales, o yo qué sé. El caso es que lo he consultado con otros sinestésicos y han experimentado lo mismo.
—¿Qué tiene que ver eso con mi hijo? —Carmen no pretendía ser borde, pero comenzaba a impacientarse.
—Durante esos sueños conectaba con personas, o, más bien, proyecciones de personas de carne y hueso; cuando las tocaba sufrían algún tipo de… cambio que tenía consecuencias en su yo real.
—¿Y qué les pasaba?
—Supongo que el término más aproximado sería «despertar», a veces de manera literal, otras, en diferentes planos de conciencia.
Carmen miró por la ventana a aquel punto negro suspendido en el cielo y suspiró.
—Mira, a estas alturas me creo cualquier cosa. No digo que no sea una bonita historia, pero sigo sin entender qué tiene todo eso que ver con Mahdi y se me hace tarde para el trabajo así que…
—Carmen, tu hijo es el único al que he sido incapaz de despertar. Cuando conecté con él tuve una visión dentro del sueño. Un lugar árido y salado en el que ocurrirá algo importante, aunque aún no sé el qué. Creo que tu hijo está conectado con ese lugar, con el óvalo y con lo que sea que vaya a ocurrir. Me gustaría que me acompañaseis a recorrer ese camino.
—A ver si lo he entendido bien; hace diez minutos no sabía ni que existías, pero pretendes que arrastre a mi hijo a vete tú a saber dónde, en medio de ninguna parte, porque has soñado con un crío que no te ha hecho caso. ¿Es eso? Porque a mí me suena a un rollo new age demasiado elaborado.
—Tu hijo está destinado a cambiar las cosas. No te pido que confíes en mí, solo te pido que creas un poco en él.
—¡Mi hijo apenas sabe dónde está, por el amor de dios!
La cosa no estaba resultando como Esther había previsto, aunque entendía las reticencias de aquella madre luchadora. Por eso se levantó despacio, después de respirar hondo, y caminó hasta el corral donde Mahdi se balanceaba ausente.
—En eso te equivocas —dijo Esther mientras se agachaba a coger al niño en brazos.
Carmen se puso de pie inmediatamente, tensa y alerta, aunque se frenó un poco cuando la desconocida le hizo un gesto amable para que se acercase. Dio unos pasos, recelosa, estirando los brazos para que le devolviese a su pequeño, cosa que Esther hizo con mucha delicadeza.
—Hay cosas que son muy difíciles de explicar si no se experimentan en la propia piel —dijo la chica arcoíris.
Cuando Carmen cogió en brazos a Mahdi, Esther aprovechó para acariciar a ambos en el hombro, produciéndose un chispazo en sus consciencias. En ese momento, Mahdi miró directamente a los ojos de su madre por primera vez en su vida.
Carmen aspiró una bocanada de sorpresa ante aquella mirada profunda, enormemente sabia, que destilaba demasiadas facetas para una existencia tan corta. Pero no era solo su mirada; algo había cambiado por completo en su expresión, como si fuese plenamente consciente de todo, con la lucidez de quien ha vivido una experiencia hasta la extenuación. La sonrisa comprensiva que esbozaba, eran el perfecto complemento para aquellos dos profundos pozos de un color azul intenso.
Esther dio un paso atrás, agotada y aturdida, hasta que sus dedos encontraron un punto de apoyo en una silla. Cuando se rompió la conexión, la mirada de Mahdi se apagó de nuevo, desviándose hasta enfocar el infinito y Carmen le abrazó mientras el dique de su desesperanza se abría de par en par.
—Eso fue lo que experimenté cuando conecté con tu hijo por primera vez, pero es muy joven para controlar toda esa energía y yo soy incapaz de mantenerla durante mucho tiempo.
—Parecía tan… aquí… —murmuró Carmen, dejando a Mahdi en el corral y secándose las lágrimas con la manga del jersey.
—Cada vez que conectaba con él tenía los mismos destellos. La misma sucesión de imágenes de agua, sal y un calor sofocante. Creo que Mahdi nos está diciendo algo de la única manera que es capaz.
—Me gustaría creerte, de verdad, pero, aunque lo hiciese, no puedo dejar mi vida de la noche a la mañana, y el trabajo…
—Si estás dispuesta a dar este paso, nosotros nos ocuparemos de lo demás.
—¿Nosotros?
—Ya te dije que no era la única que había… cambiado. Tengo buenos amigos que han experimentado lo mismo. Amigos influyentes que están dispuestos a ayudar. Solo deja que haga unas llamadas.
Carmen volvió a mirar a su hijo, que se balanceaba con esa cadencia familiar, encerrado en su propio universo. Lo era todo para ella y lo amaba como a una bendición. No quería que cambiase lo más mínimo.
Y, sin embargo.
Aquella mirada viva y consciente la había atravesado por completo, tocando cada molécula de su ser. Impulsándola a encontrar respuesta a preguntas que aún no se habían formulado. Cerró los ojos y respiró hondo para reducir sus pulsaciones.
—De acuerdo, tú ganas. ¿Está lejos ese sitio?
—Espero que no tengas caducado el pasaporte —respondió Esther con su cálida sonrisa.
***
El traqueteo del Land Rover por aquel camino polvoriento no hacía más que añadir crispación a los nervios de Isaiah, que intentaba disimularlos como podía delante de la fuerza de mercenarios modificados que le rodeaba. Solo con el equipo integrado que tenían conectado a sus médulas espinales se podría haber financiado su departamento durante décadas.
Llevaba semanas preparándose para lo que fuera que le deparaba aquel viaje. Semanas de recopilar datos, hacer deducciones a ciegas y elucubrar sobre algo que apenas entendían, sometidos al escarnio público por no saber gestionar un hito sin precedentes en la historia de la humanidad. Como si ellos pudiesen hacerlo mejor.
Unas filtraciones habían puesto el foco en el director del recién constituido Centro de Coordinación de Avistamientos Extraterrestres. En él, al que tanto le gustaba estar delante de los focos. Desde entonces, las interminables comparecencias diarias frente a una prensa que exigía datos sobre las supuestas intenciones de El Óvalo, como lo bautizaron, se combinaban con los intentos secretos de entender mejor aquella cosa sin caer en el sensacionalismo. Dos muros que chocaban frontalmente sin remedio. Al puto Alexander le había salido redonda la jugada.
Por suerte o por algún tipo de milagro, habían conseguido mantener la misión en secreto. Hacer público aquel viaje haría que cundiese el pánico a nivel global, y necesitaban desesperadamente ganar tiempo para entender las intenciones de aquel maldito punto negro. Ya habían perdido varios equipos bien preparados por actuar sin tener todas las claves; lo último que necesitaban en aquel momento era una marabunta de chiflados con cascos de aluminio, parabólicas y carteles de «Jesús era un alienígena».
El Land Rover se detuvo de improviso, levantando una nube de tierra y polvo.
—Hemos llegado, señor —dijo el líder del equipo, que comenzó a dar órdenes a sus hombres para que aseguraran el perímetro y montaran el campamento.
Estaban a escasos kilómetros del punto exacto que marcaba la señal, resguardados tras las dunas formadas después de que el enorme lago Makgadikgadi se secase. De aquello hacía más de 10.000 años. Era lo más lejos que había llegado cualquier equipo antes de desaparecer. Eso era buena señal, pero no se atrevían a ir más allá, así que le tocaría internarse a pie hasta la zona de contacto, solo. Con lo bien que estaba en su pequeño cuchitril.
Para su tranquilidad, el equipo estaría monitorizándolo a distancia, con las miras enfocando a cualquier cosa mayor que un escorpión.
Isaiah bajó del vehículo limpiándose las gafas de sol, aunque ya no le hacían demasiada falta. Sobre ellos, la sombra del enorme óvalo teñía de penumbra el paisaje en kilómetros a la redonda. El equipo de contratistas era una maquinaria bien engrasada, así que, mientras trabajaban afanosamente para tener listo el campamento en el que hacer noche, Isaiah aprovechó para llamar a David.
Tras conectar el equipo satélite, la proyección tridimensional de David apareció delante de él girándose dramáticamente.
—Siempre he querido hacer esto.
—Déjate de tonterías, David.
—Perdón.
—¿Sabemos algo más del Óvalo?
David manipuló algo fuera del ángulo de visión.
—Veamos, según los escáneres sigue siendo completamente inerte, lo que explicaría que lo confundiésemos con el OR2 1998. No obstante, nuestros equipos son incapaces de determinar su constitución, densidad y ni siquiera su antigüedad. No sabemos cómo demonios hace para enviar la señal sincronizada a lo largo del planeta, pero seguimos trabajando en ello. Alexander por fin ha convencido a la plana mayor de que intentar destruir una estructura de esas dimensiones situada a tan poca altura no es una buena idea.
—No sé cómo podría salir algo mal… —respondió Isaiah, con un acceso de bilis.
—Ya sabes, los putos militares solo quieren disparar sus juguetitos y preguntar luego.
Isaiah miró alrededor. Por suerte, ningún mercenario se encontraba cerca en ese momento.
—Resumiendo —continuó David—; seguimos igual de ciegos que al principio. Sea lo que sea lo que pretende quien quiera que esté metido en lo que quiera que sea esa cosa, vas a tener que averiguarlo por ti mismo.
—Eres un maestro de la palabra…
—¿Estás preparado para el gran día?
Isaiah se tomó unos segundos en responder. Estaba en el punto exacto en el que soñaba desde niño, a solo unas horas de ser el primer ser humano en establecer contacto con una civilización extraterrestre. En el momento de la verdad, esa responsabilidad podía pesar como una losa.
—Supongo que mañana lo sabremos —dijo, por fin—. ¿Y Alexander?
—Está siendo un prestidigitador bastante eficiente con la prensa. Tendrás que concederle eso, al menos. —respondió David—. De momento les ha saturado con información contrastada pero inútil sobre el asteroide OR2 1998, el disco de oro de la Voyager y toda la historia espacial contemporánea. Incluso ha conseguido desclasificar unos cuantos informes viejos sobre avistamientos y abducciones de marcianos palmípedos. Así los mantendrá entretenidos el tiempo suficiente con reportajes sobre Roswell para que nos dejen trabajar.
—Al final no va a resultar un completo inútil, después de todo.
—Sabes que estará monitorizando esta conversación, ¿verdad?
—Contaba con ello. Deséame suerte.
—Larga vida y prosperidad, amigo.
Isaiah cortó la comunicación antes de que el registro de la misión incluyese el bochorno de ver a David haciendo el saludo vulcaniano con la mano. Luego miró hacia arriba, donde el Óvalo rotaba sobre ellos de manera casi inapreciable. No pudo evitar que se le encogiese un poco el corazón.
«Mañana…» pensó, dándose la vuelta para reunirse con el equipo y ultimar los detalles del día más importante de su vida.
***
Aunque aquella noche hubiese luna llena, la oscuridad se cernía sobre el campamento improvisado. La enorme nave que bloqueaba el cielo hasta donde alcanzaba la vista era un recordatorio permanente de la locura en la que se había visto involucrada.
Carmen sacudió la cabeza para alejar aquellas dudas, mientras intentaba tranquilizar a Mahdi. Cuanto más se acercaban al lugar de los sueños de Esther, más inquieto estaba el niño. Había accedido incluso a que una mujer con pinta de chamana le diese un mejunje natural de aspecto sospechoso. Por suerte, la medicina empezaba a surtir su efecto, y Mahdi iba poco a poco quedándose dormido.
El campamento estaba formado por diez personas procedentes de todos los rincones de la Tierra. La mitad eran sinestésicos y la otra mitad, los que llamaban «despertados». Un pequeño grupo para una misión tan importante. No querían llamar la atención de ojos indiscretos, según Esther, aunque decía que el grupo total se contaba por millares. Estaba segura de que los gobiernos también iban tras su pista, por lo que prescindían de cualquier componente electrónico y todos los miembros del equipo carecían de amplificaciones. Ella misma había tenido que someterse a una «desactualización» antes de emprender el viaje.
Un hombre rubicundo de sonrisa amable se acercó con dificultad sosteniendo un par de platos de rancho y se sentó junto a ella.
—¿Más tranquilo? —preguntó con un marcado acento escocés.
—Sí, gracias. —dijo Carmen, aceptando el plato—. No sé por qué está tan nervioso.
Angus asintió con solemnidad y se quedó un momento absorto en las llamas que danzaban sobre la pequeña hoguera frente a ellos.
—Esto ahora es un desierto, pero hace 200.000 años era un enorme lago que asistió al nacimiento de la humanidad. —Angus miró a Carmen con una sonrisa—. Durante mucho tiempo se pensó que el ser humano había surgido en Etiopía, pero los estudios de 2020 lo cambiaron todo. Fue aquí donde escribimos la primera página de nuestra historia y aquí estamos a punto de firmar el capítulo más importante. ¿Tú no estarías nerviosa de saberlo?
Carmen levantó la vista hacia la negrura. ¿Estaba un poco más cerca o eran cosas suyas?
—¿De verdad crees que ellos tienen la respuesta? —preguntó.
Angus respiró hondo antes de contestar, siguiendo la mirada de Carmen.
—Sinceramente, no lo sé… A lo mejor solo necesitamos que nos hagan las preguntas adecuadas. La única certeza es que llegaron de las estrellas y abrimos los ojos por primera vez. Eso tiene que significar algo, ¿no?
***
Las pocas horas que Isaiah había conseguido dormir estuvieron plagadas de sueños lisérgicos y extraños, como un preludio de lo que le esperaba al día siguiente. Cuando salió de la tienda de campaña, el campamento estaba casi recogido y apenas eran las siete.
—Nos apostaremos en formación de media luna detrás de estas dunas de aquí —dijo el jefe del equipo, desplegando un mapa holográfico.
—Buenos días a ti también…
—¿Disculpe?
—Nada, es solo que necesito un café bien cargado antes de saludar a los de arriba.
—Nos apostaremos en estas dunas mientras usted se acerca al punto de encuentro —repitió el soldado, sin un atisbo de sonrisa—. No sabemos a lo que nos enfrentamos, así que estaremos preparados para cualquier contingencia. Dos de mis hombres estarán listos para la extracción con drones si la cosa se tuerce. El resto le cubriremos y fijaremos el objetivo con láser para nuestros juguetitos.
Isaiah carraspeó, incómodo.
—Preferiría no incordiar más de la cuenta a ese generador de extinciones.
—Las instrucciones del señor Alexander eran claras —dijo el empecinado.
—Pero no es el código genético del señor Alexander el que sigue repitiéndose en bucle a la hora de las noticias, ¿verdad?
La tensión era palpable en cada uno de los músculos de aquel soldado e Isaiah intuía que no iba a darse por vencido. A fin de cuentas, no era él quien le pagaba el sueldo.
—Está bien, haz lo que tengas que hacer —concedió Isaiah—. Solo te pido que no mandes a la caballería a la mínima de cambio, ¿de acuerdo? No sé, espera hasta que te haga una señal, como rascarme la cabeza o algo así.
—Recibido, señor. Será mejor que se ponga en marcha cuanto antes.
Tras un breve desayuno, los mercenarios tomaron posiciones e Isaiah inició su particular travesía por el desierto, bajo la sombra de su anfitrión improvisado. La suerte estaba echada, e Isaiah sabía perfectamente que aquellos hombres jamás morderían la mano que les daba de comer, pero confiaba en que sus palabras hubiesen calado lo suficiente como para mantener sus dedos alejados del botón de disparo.
Cada paso que le alejaba del campamento se hacía más pesado que el anterior y los recuerdos oníricos de anoche no ayudaban demasiado. Las formas bajo aquella imponente estructura se distorsionaban de maneras imposibles, cambiando sus colores y consistencia.
—¿Estáis viendo esto? —preguntó por el intercomunicador.
—¿Señor?
—Nada, debe ser cosa del calor.
Siguió caminando entre aquellos espejismos, hacia el punto que figuraba en la pantalla del GPS. A su alrededor no había más que arena, sal y soledad. Al cabo perdió la noción del tiempo y del espacio, sumergiéndose en un mar de consciencia surreal, si bien aquella apócope no hacía justicia a la experiencia. Era como estar inmerso en una atmósfera pesada, en la que pasado, presente y futuro se entremezclaban hasta perder significado y su memoria se disipaba como los vilanos de un diente de león.
—Quinientos metros, señor. Ojos abiertos. —sonó en su oído después de no sabía cuánto tiempo.
Isaiah siguió avanzando a duras penas, hasta distinguir una pequeña prominencia más oscura frente a él. Era lo único estático en aquel universo informe y estaba situado en el punto exacto en donde el contador del GPS se pondría en cero. La hora de la verdad, ya no había vuelta atrás.
A través de un rudimentario catalejo, Esther distinguió la forma de Isaiah caminando torpemente a través de un paraje cambiante de colores imposibles. La mayoría se habían quedado en el campamento, por seguridad. Solo Carmen, Mahdi y otro sinestésico llamado Aryam le acompañarían en aquel último tramo.
—¡Mierda! Se nos han adelantado —exclamó frustrada mientras le pasaba el catalejo a Aryam.
—Parece que nuestro informante no era tan de fiar como pensábamos —respondió Aryam—. ¿Estás viendo lo mismo que yo?
Carmen asomó la cabeza por encima de la duna tras la que se habían ocultado. Solo era capaz de distinguir un pequeño punto aproximándose a otro punto más pequeño, en un desierto de penumbra.
—¿Qué ocurre?
—Parece ser que tenemos compañía. No nos podemos arriesgar a llegar más lejos. Seguramente tengan gente armada vigilando.
—¿Has dicho gente armada? —se alarmó Carmen.
—Tranquila, no va a pasaros nada, confía en mí —dijo Esther, rehuyendo la pregunta—. Será mejor que esperemos aquí por el momento.
Aryam le devolvió el catalejo y Esther enfocó de nuevo hacia la figura, que ahora estaba parada frente a aquella cosa negra.
Mahdi no paraba de moverse en el regazo de su madre, tratando de zafarse con las manos estiradas hacia las figuras a los lejos.
Alrededor de Isaiah todo era viscoso excepto aquella pirámide de ónice.
—Equipo… alfa, ¿me recibe?
—Alto y claro, señor. Le tenemos en la mira.
Isaiah respiró un poco más tranquilo, a su pesar. Luego dio otro paso en dirección a la estructura, sintiendo su atracción. Algo le incitaba a introducir la mano a través de la abertura circular de su cúspide.
—¿Qué hace? —escuchó por el auricular, pero le hizo caso omiso mientras avanzaba estirando el brazo.
Justo antes de alcanzarla, un potente rayo azul lo tiñó todo a su alrededor, haciendo que diese un paso atrás, sobresaltado.
—¡Todo el mundo alerta! —exclamó el mercenario por la radio, desde su posición.
—Qué demonios… —murmuró Esther en el extremo opuesto de aquel círculo energético que no permitía distinguir nada en su interior.
Hasta Carmen fue capaz de ver el haz de luz que conectaba el Óvalo con la Tierra en línea recta.
Isaiah dio media vuelta e intentó escapar del cerco, pero fue incapaz de atravesarlo. Tocarlo era como intentar pasar a través de una gelatina muy viscosa. Cuando se giró de nuevo, junto a la pirámide le observaba en silencio una enorme criatura, mezcla de máquina e insecto.
Isaiah contuvo la respiración unos segundos, para luego comenzar a rascarse la cabeza como un desalmado.
La criatura levantó un brazo a modo de saludo.
«No tienes nada que temer» escuchó en el interior de su cabeza. «Por favor, aproxímate».
Isaiah desistió de aquel inútil gesto y se acercó con paso titubeante.
—Mi nombre es…
«Nos sabe quién eres, Isaiah. Nos te mandó a llamar, ¿recuerdas?».
—Claro… ¿pero por qué yo?
«Nos tiene un mensaje; tú eres el último descendiente de una larga estirpe de buscadores de respuestas. Nos te consideró un nexo adecuado entre el sueño y la vigilia», dijo la criatura.
Isaiah apenas entendió aquel galimatías, pero se aferró a una palabra clave.
—¿Un mensaje? ¿Para la humanidad? ¿Sobre nuestro destino? No sabemos de dónde venís, ni cuáles son vuestras intenciones… ¿Cómo pudisteis intervenir todas las comunicaciones del planeta? —Las preguntas se le agolpaban en la cabeza aún embotada por el viaje.
«Nos tenía razón al elegirte».
—No lo entiendo, ¿por qué precisamente ahora?
«No estabais preparados antes, aunque Nos se arriesgó a intervenir en vuestro pasado, hace muchos pulsos. El futuro estaba comprometido y la autorregulación de Tierra no era suficiente, pero algo cambió. Parecía que después de la privación de libertad y de sus efectos, aprenderíais a cambiar de rumbo por vuestro propio pie. Por eso Nos decidió, en el último momento, desviarse del plan establecido».
Nos, como Isaiah había decidido bautizarlo, se inclinó hacia un lado para mirar detrás de él. Isaiah se dio la vuelta, siguiendo su mirada. Los mercenarios estaban montando una especie de torreta al otro lado de la barrera de energía.
«Nos se equivocaba».
—Mierda, no tenemos mucho tiempo… ¿Cuál es el mensaje?
«El tiempo no es importante; solo la vida es importante».
—Pues la vida va a terminar pronto como no nos demos prisa.
Al otro lado se escuchó un sonido amortiguado. Los mercenarios acababan de lanzar un proyectil directo a Nos.
—¡No! —gritó Isaiah mientras se cubría la cara justo en el momento del impacto.
Desde el montículo de arena, Esther y los demás observaron horrorizados cómo el misil penetraba en el haz de luz, provocando una onda expansiva que se extendió como un tsunami.
***
«El tiempo no es importante; solo la vida es importante».
Cuando Isaiah se quitó las manos de la cara, observó estupefacto cómo el misil reducía su velocidad drásticamente al entrar en la columna azulada, desviándose ligeramente a medida que avanzaba, como una bala que hubiesen disparado al interior de una piscina. Incluso juraría que dejaba una estela ondulada a su paso.
Fuera, Esther se incorporó, aturdida. En el otro extremo, los mercenarios también se recuperaban de la onda expansiva, pero no se iban a dar por vencidos tan fácilmente. El líder del escuadrón corrió hacia uno de los furgones y manipuló el panel de control lateral.
—Si no quieres por las buenas —dijo para sí— le añadiremos un poquito de picante.
De la parte trasera del camión emergió un enorme cañón Gauss automático. Aquella monstruosidad electromagnética zumbaba como un panal de abejas.
Al verlo, Esther miró a Aryam, con los ojos desorbitados, y este asintió con gravedad, leyéndole la mente.
—¡Quedaos aquí! ¡Protege a Mahdi! —Antes de que Carmen se diese cuenta de lo que pasaba, Esther y Aryam se lanzaron a la carrera hacia el grupo de mercenarios, sin más armas que gritos, voluntad y un braceo desesperado.
—¡Señor! —dijo uno de los militares al ver surgir de entre las dunas a aquellas suertes de Quijote y Sancho Panza.
El líder miró estupefacto en la dirección que le indicaba.
—No me lo puedo creer… ¡Formación en orbe! ¡Neutralizad cualquier amenaza! —gritó, antes de volver a dirigir su atención a los mandos del cañón.
—¡Parecen desarmados, señor!
—¿Acaso no entiende una orden directa, soldado?
El resto de mercenarios dudó un instante antes de adoptar la formación defensiva y activar el pulso de sus armas, apuntando a las cabezas de Esther y Aryam.
En el interior de la columna de fuerza, Isaiah se levantó y miró a Nos, que no se había movido un ápice de su posición.
«La química, la genética, la realidad y las emociones no confabulan de la misma forma en el interior de las personas», continuo Nos, como si no hubiese pasado nada, mientras el proyectil avanzaba lentamente. «Algunas son más receptivas. Más sensibles a la manera en la que se conecta el mundo. Nos les está ayudando a despertar».
—La gente estaba dejando de soñar… —murmuró Isaiah— Le habíamos dado la espalda a la realidad, pero lo estábamos corrigiendo…
«Actuar sobre los síntomas no es curar la enfermedad. Las herramientas no distinguen entre el bien o el mal, ni los infinitos grises que hay en medio, solo las conciencias de quienes las empuñan. La tecnología no es el problema».
Isaiah negó con la cabeza, ofuscado. Ya había escuchado ese argumento antes; no es la pistola la que mata, sino la mano que blablablá, pero era imposible cambiar la conciencia de toda la humanidad. El ser humano se había especializado en escarbar hasta encontrar piedras con las que tropezar. Y, sin embargo, de alguna manera se las había ingeniado para ganarle la partida a la extinción una y otra vez. Incluso había conseguido explotar comercialmente otros planetas. ¿Cómo no iba a sobrevivir? Si el hombre era un lobo para el hombre, su conciencia y su consciencia se habían convertido en simbiontes perfectos; una trampeando continuamente su escala de valores y la otra amoldando la realidad a su propia concepción del mundo. Y todo con el único fin común de justificar lo inexcusable. No, el ser humano sobreviviría a sí mismo y a su entorno, como lo había hecho siempre y a cualquier precio.
—Jamás aprenderemos de nuestros errores porque somos incapaces de conectar con las consecuencias de nuestros actos.
Nos avanzó por primera vez, extendiendo una de sus insólitas extremidades sobre la cabeza de Isaiah.
«Hay cosas que son muy difíciles de explicar si no se experimentan».
Los gritos de Esther se esforzaron por salir a pesar del nudo en la garganta y la estela de lágrimas que dejaban tras de sí.
Los rifles temblaban en las manos de los soldados. Se habían enrolado en una misión de contacto y reconocimiento, iban a participar en un hito de la historia. Y, no sabían cómo, estaba a punto de convertirse en un asesinato a sangre fría. Era demasiado hasta para ellos.
Pero eran mercenarios, y los mercenarios no piensan, ejecutan.
Una hilera de índices acarició los gatillos de sus rifles.
Esther cerró los ojos y respiró hondo, avanzando hacia la rojiza oscuridad.
En el mismo instante en el que Nos tocó la frente de Isaiah, un impulso energético se extendió hacia el exterior, recorriendo en poco tiempo toda la superficie del planeta. Cada aparato, amplificación o implante quedó muerto de inmediato, haciendo que todos los soldados cayesen fulminados.
Isaiah boqueó, incapaz de respirar, mientras miles de destellos aparecían en su mente, como fragmentos inconexos de innumerables realidades. Experimentó esperanza, ansiedad, desesperación, solidaridad, depresión, valentía, inseguridad, empatía, odio y un sinfín más de emociones entremezcladas; el efecto terapéutico de la música, el amor como motor inagotable, la inconsciencia visceral de la pasión.
Pero también contempló invasiones de anátidos mutantes sorprendentemente fotogénicos; universos donde gatos, peces o alimentos se comunicaban con palabras, y otros en los que las vivencias ajenas se insertaban directamente en la consciencia de los que ya eran incapaces de experimentar la realidad por cuenta propia. Vio una Tierra sepultada tras la desaparición de los insectos y los restos de una humanidad rota, obligada a lamerse las heridas bajo la atmósfera de Marte.
Infinitas almas sintiendo al mismo tiempo, conectadas por los hilos de un destino múltiple, complejo y facetado.
Detrás de una duna, a cientos de metros de distancia, Mahdi abrió los ojos de repente, emitiendo un chillido convulso y lastimero. Los intentos de Carmen por tranquilizarlo se congelaron de inmediato al ver cómo la cicatriz en forma de diamante comenzaba a refulgir con un destello cegador.
Y, entonces, todo quedó en calma.
Isaiah se arrodilló con la cara anegada de lágrimas y el corazón latiendo a mil por hora.
—¿Cómo…? ¿Cómo impedimos que…? Este horror…
Nos miró a través de él con la cabeza ladeada antes de responder.
«Impedir lo inevitable es imposible, pero aprender requiere de memoria. La información ha sido transmitida. Escuchad a los despiertos y no caigáis en el olvido».
Dicho esto, la criatura, el haz de luz y la pirámide de ónice se volatilizaron. El misil recuperó al mismo tiempo su velocidad normal y estalló en una duna cercana levantando una nube de arena.
Isaiah volvió a ser consciente de dónde se encontraba y las amenazas que iban despertando a su alrededor. Sin embargo, la actitud de los aturdidos mercenarios había cambiado en cierto modo. Sus ojos tenían un brillo diferente y una profundidad difícil de explicar.
Esther e Isaiah cruzaron una mirada cómplice y solemne, con un significado que hacía innecesarias las palabras.
El planeta entero necesitaba digerir todo lo que acaba de ocurrir, pero eran conscientes de que tenían un largo camino por delante.
El ciclo había comenzado.
El Óvalo se alejó lentamente de la atmósfera terrestre, hacia la inmensidad del Universo. En una de sus múltiples estancias, el exoesqueleto de Nos, cubierto de sensores protuberantes, se abrió de par en par y, de su interior, surgió una figura humana que cayó arrodillada y sudorosa. El calor en el interior del óvalo era abrasador.
«¿Nos cree que ha merecido la pena?», resonó un eco polifónico dentro de su mente.
—Solo si esta vez por fin funciona —respondió levantando la mirada, y quitándose un raído gorro de tela que cubría su cabeza.
Frente a él, miles de réplicas de sí mismo se giraron al unísono, como infinitos reflejos de dos espejos enfrentados, mostrando, en cada frente, una cicatriz en forma de diamante.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
A partir de la premisa de @israelcastro.psicologo:
«Año 2077. Llegaron de las estrellas. Abrimos los ojos por primera vez».
«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.
Banda Sonora Opcional: Dark was the night – Blind Willie Johnson
Una de las canciones enviadas en el disco dorado que viaja por las inmensidades del cosmos.
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Publicado por Fernando D. Umpiérrez
Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...