Un viaje inesperado
Fernando D. Umpiérrez el 19 de octubre de 2022
Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.
El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.
¿Puede tu estupidez, un jefe cabrón y la pérdida de un vuelo desembocar en una peli indie, melancólica y tierna a partes iguales? Con la premisa «Acaban de cancelarme el vuelo», propuesta por @omar_grte, fue lo que me salió, y no me arrepiento en lo más mínimo. Otro género más para esta antología cargada de facetas. ¿Alguien da más?
Un viaje inesperado
El aeropuerto está concurrido a pesar de la hora. Demasiado quizás para mis nervios, tensos desde anoche como el arco de un kyudoka. Aquel maldito carraspeo me había encontrado entre sudores en mitad de la noche y no terminaba de marcharse.
Camino por un hall abarrotado, manteniendo la distancia como puedo entre ejecutivos crispados y turistas ávidos de las vacaciones que se les han negado durante demasiado tiempo. Aunque aún se aprecia un resquicio de los antiguos temores y el respeto hacia el contacto ajeno, lejos quedan aquellos clubes de caricias clandestinas y poco importan las penurias, la muerte, el desasosiego de ver cadáveres amontonados en hileras sobre un palacio de hielo y soledad, o la crisis económica que se nos viene encima. Después de meses de encierro y cuarentena, a la gente le importa poco si lo de ahora se llama nueva normalidad o antigua Babilonia; hay que recuperar el tiempo perdido como sea.
Suena el móvil de la empresa, una antigualla del pleistoceno que no tiene ni Bluetooth. En la pantalla aparece el nombre de mi jefe. Ese niñato sin escrúpulos es el motivo por el que estoy en este hormiguero, con lo puesto y una maleta bajo el brazo. No ha tardado ni un día en reclamarme en la oficina. Y eso que sigo con un ERTE sobre un contrato a años luz de las horas reales que trabajo. Pero hay que mantener las apariencias frente a clientes que me importan un carajo. El teletrabajo es la panacea de la nueva era, sí. Pero solo de puertas para fuera. A la hora de la verdad, Don Alfonso —como se empeña el mocoso en que le llamemos—, quiere tenernos atados y bien atados mientras él desaparece durante días para hacer unas gestiones. Hay que tener la cara dura.
Por supuesto, lo de recuperar mis antiguas condiciones es algo que ni se ha barajado. «El ERTE se mantiene, tú cobras lo que estabas cobrando de papá estado, y ya te pasaré algo bajo cuerda, que somos de confianza, joder». Eso sí, de un día para otro como un clavo en Barcelona o ya puedo ir haciéndome a la idea de apuntarme en el INEM, a cobrar lo que me den por un contrato de dos horas, «que esta empresa familiar no se levanta sola, y, como tú, tengo a otros veinte en la puerta haciendo cola».
Pero sabe que eso dista mucho de ser cierto. A pesar de odiar mi trabajo, soy el mejor sacándole las castañas del fuego, y él lo sabe a la perfección. Por eso ha tenido al menos la decencia de facilitarme una tarjeta de la empresa para pagar los gastos del billete. Todavía me dirá que aquí ganamos todos, como si lo viese.
—¿Ya has embarcado? —Cuando descuelgo, la voz de Alfonsito suena impaciente al otro lado de la línea.
—Acabo de llegar al aeropuerto. Tranquilo, que voy con tiempo.
—¿Y el carraspeo?
—Ahí va… La verdad es que no me siento demasiado bien, Alfonso. Quizás sería conveniente esperar algunos días para asegurar que no he pillado el virus.
—No empieces de nuevo con la matraquilla, coño, que nos conocemos. ¿No dices que has mantenido las distancias mientras estabas con la familia? Eso será que has dormido con el culo destapado, golfo. —Qué más quisiera— ¿Te tomaste lo que te hice llegar?
—Me voy a tomar la última ahora —digo, palpando las esquinas afiladas del blíster que oculto en el bolsillo. No sé cómo se las ingenió para hacer que un tipo, con un aspecto cuanto menos cuestionable, apareciese anoche en la puerta de la casa de mis padres para darme una caja de pastillas con el prospecto escrito en cirílico y unas instrucciones nada claras.
—Te aseguro que eso es mano de santo, colega. Ya verás que ni fiebre ni hostias. Para que luego digas que no te cuido. ¡Si aquí ganamos todos! —¿Qué te dije?—. Avísame cuando llegues a Barcelona, anda, y no me falles. Como no cerremos este contrato, mi padre me mata. Y la mierda siempre rueda hacia abajo, ¿entendido?
El cabrón cuelga sin despedirse, como si esto fuese una película de Hollywood. Tremendo flipado.
Pero esa nada sutil amenaza encierra el verdadero problema de todo esto. El padre de Alfonsito dirige la empresa en la sombra desde que le inhabilitaran por fraude, estafa, blanqueo de capitales y no sé cuántas cosas más. Y no es alguien a quien te guste tener como enemigo.
Miro la pantalla con la información de los vuelos. Aún hay algo de margen, así que localizo el baño más cercano en busca de agua con la que bajar aquel veneno ruso que no recetarían ni a una gripe de caballo.
Cuando entro en los servicios me viene un acceso de tos seca en el momento menos oportuno; un señor que estaba terminando de lavarse las manos me mira nervioso, se coloca la mascarilla como puede y sale por patas sin usar el secador. Joder con la psicosis.
Después de mear me lavo las manos a conciencia, me meto la última pastilla en la boca y hago cuenco para coger algo de agua, alejando la mano del grifo todo lo que me permite el lavabo. Al final va a resultar que lo más contagioso es la paranoia.
Un nuevo carraspeo. Joder.
Me toco la frente con el interior del antebrazo. No parece que tenga fiebre, pero siempre se me han dado fatal estas cosas.
Salgo del servicio con un sudor frío recorriéndome la espalda. No puedo permitirme perder este trabajo, y como me dejen en tierra voy a estar muy, pero que muy jodido.
Camino despacio. Nervioso. Mirando a todos lados por si me encuentro al señor del baño. Delante de mí, todo es un baile de máscaras venecianas, pero al estilo de Eyes Wide Shut: surrealista, culpable, y potencialmente letal.
Enfilo el control de seguridad. En la puerta me espera un agente con una especie de táser raro. No, no es un táser. Es un termómetro digital. Mierda. Desvío mi camino y me detengo en una máquina expendedora. Paso la tarjeta de la empresa y saco un paquete de caramelos de limón y una botella de agua. Ya podría haberlo pensado antes, pero no estoy en condiciones de atender a los detalles.
Me siento en una hilera de butacas a la que han quitado una de cada tres. Me meto un par de caramelos en la boca y un buen trago de agua para que se disuelvan, a ver si así se va el dichoso carraspeo.
En un momento dado, el tipo se entretiene indicándole a un alemán —cuya piel casi está pidiendo cáncer— que tiene que bajarse un segundo la mascarilla para identificarse, así que me escabullo por un lado, deslizando el QR de mi móvil por encima del lector. Creo que no se ha dado cuenta. ¿Pero qué coño estoy haciendo?
Tras esa barrera me espera el control de equipajes, con unos agentes que no parecen estar pasando por el mejor momento de su vida; el hastío se respira en el ambiente, pero, contra todo pronóstico, eso puede que juegue en mi favor.
Dejo la maleta en la cinta haciéndome lo más pequeñito que puedo y dando unos buenos días tan agudos, que creo que el único que levanta la cabeza es el perro policía.
Ya veo salir mi equipaje al otro lado. Si escapo de esta te juro que me voy a hacer adicto a los antiácidos. Casi puedo rozar el asa, cuando uno de los policías me mira de arriba abajo.
—¿Caballero? —Mierda, me quedo petrificado, sudando y sin saber qué contestar a esa pregunta implícita que puede significar «¿Tiene usted hora?» o «¿Desde cuándo pertenece a Al-Qaeda?».
—¿Sí? —Así se habla, campeón.
—Sabe usted que no está permitido acceder a la zona de embarque con ningún tipo de líquidos, ¿verdad? —dice, señalando la botella de agua a medio terminar que aún cuelga de mi mano.
—Uysíperdonetengausted —suelto atropelladamente dejando la botella encima de una bandeja y agarrando la maleta.
¿Qué mejor momento para otro acceso de tos seca?
El desagradable ruido que emana de mi garganta hace que me doble un poco hacia delante, mientras dos policías se ponen en pie dudando de si acercarse o no, aunque llevo puesta una flamante mascarilla FFP2, cortesía del camello de Alfonsito. Puede que sea por la locura del momento, pero si me preguntas ahora, juraría que uno de los dos había echado mano a la cartuchera.
Sin embargo, la peor amenaza nunca viene del frente, sino de la retaguardia.
—¡Oiga! ¡Ese se ha saltado el control de temperatura! —grita el tipo de la entrada, que se ha girado con todo el escándalo de esputos que estoy montando.
Un cruce de miradas entre todos los peones me basta para perder completamente la cordura y echar a correr con la maleta en ristre.
A mi espalda escucho un traqueteo eléctrico, y esta vez no viene de un termómetro digital.
Todo queda a oscuras de repente.
***
Despierto en un cuartucho de seguridad prístino y angosto que me transporta inconscientemente a la sala de interrogatorios del agente Smith. Me llevo la mano al ombligo de manera automática, pero todo parece estar en su lugar.
Sentados frente a mí hay dos policías que me miran impasibles. Uno, achaparrado y con un bigote a lo Charles Bronson tras la pantalla facial protectora, el otro, alto y espigado, y con una cara de pocos amigos que se adivina oculta por la mascarilla.
—Está usted metido en un buen lío, caballero —dice el espigado mirando mi documentación.
—¿Podría beber un vasito de agua? Tengo la garganta un poco seca. —le digo a Bronson, sin mirar a Espigado.
—¿Por la tos? —contesta Espigado.
Bronson se levanta solícito a una señal de Espigado y sale en busca de una botella de agua.
—Según su pasaje viajaba usted a Barcelona. ¿Con qué motivo?
—Trabajo. Voy a reincorporarme a la oficina por orden de mi jefe, después de esta terrible pandemia que ha cercenado tantas vidas —respondo, de la manera más afectada que puedo.
—¿A qué se dedica, señor… Andrade? —Casi…
—Trabajo en una empresa de importación y exportación, agente. Nada del otro mundo.
—Debe de ser un buen puesto si tenía tantas ganas de llegar…
—No se crea, pero mi jefe es un auténtico cabrón, …con perdón. Pasado mañana tenemos una reunión con unos clientes importantes y me ha avisado de un día para otro. Como comprenderá, no está la cosa como para arriesgar el puesto de trabajo.
—¿Pero sí como para saltarse el control de seguridad de un aeropuerto?
—Admito que eso fue una estupidez…
—Y que lo diga.
—Verá, llevo días durmiendo lo justo y lo del trabajo me ha puesto muy nervioso. Lo único en lo que pensaba era en no perder ese vuelo y…
—Me temo que de eso ya no tendrá que preocuparse. Su vuelo despegó hace diez minutos.
—Mierda —murmuro, reclinándome en la silla. Los ojillos de Espigado tienen un brillo de desagradable satisfacción.
Bronson entra de nuevo en la habitación y me pasa una botella de agua sin tapón. Me bajo la mascarilla para echar un trago.
—No sé si sabrá cuál es la sanción por saltarse un control aeroportuario presentando síntomas compatibles con el coronavirus —Espigado desliza sobre la mesa el blíster vacío que, por alguna razón me había guardado en el bolsillo—, pero le aseguro que se agrava si, además, intenta ocultarlos.
—Oiga, le aseguro que no era mi intención causar ningún daño, esa medicación me la pasó mi cuñado y me dijo que era natural —improviso—. A lo mejor causa paranoia o algo así. De verdad que lo siento, agente. Que conste que asumo cualquier tipo de responsabilidad.
—Estaría bueno…
—No podemos dejarle marchar sin realizarle un test de anticuerpos y certificar que no es usted portador de la enfermedad —interviene Bronson—. De resultar positivo, tendría usted que someterse a un aislamiento de quince días, al margen de la sanción correspondiente, claro.
Genial. Soy hombre muerto.
Tras repetirme varias veces el tremendo lío en el que estoy metido, los agentes dejan paso a un equipo sanitario pertrechado con tanta protección, que parece que están a punto de entrar en la zona cero de Chernóbil. Me hacen todo tipo de preguntas, un reconocimiento médico exhaustivo, y me introducen un palito por la nariz tan largo e incómodo como el que Espigado debe tener metido por el culo. Luego se marchan, dejándome solo en la fría habitación.
No sé cuánto tiempo pasa porque aquí no hay ni ventanas, ni reloj, pero, el que sea, se me hace eterno mucho antes de que vuelvan a aparecer los dos agentes con los resultados.
—Los resultados han dado negativos —dice Bronson con una sonrisa.
—Ha tenido suerte esta vez, pero que sepa que no se librará de una multa por desorden público. —Algo ha cambiado en la expresión de Espigado, pero no estoy seguro de lo que es. Parece mucho más dócil que antes, pero a regañadientes—. Puede usted marcharse.
Salgo del cuartucho doblando la multa, cuando vuelve a sonar el teléfono. No es buena señal.
—¿Me puedes explicar qué cojones ha pasado? —Arturito casi ladra cuando descuelgo.
—¿Cómo sabías que…?
—Eso es lo de menos. Ya te las puedes ingeniar para estar aquí el jueves a primera hora, macho. ¡Como si tienes que robar una diligencia!
Otro corte en seco. Sin despedida. Dios, cómo necesito un trago.
Este tío es tonto, aunque me ha dado una buena idea.
No, evidentemente no voy a robar ninguna diligencia.
Me dejo caer en la barra de la cafetería de aeropuerto más cercana y me pido un vermut de grifo, mientras el mundo vuelve a asentarse a mi alrededor. El mundo, y una sombra que ocupa de repente la banqueta de al lado.
Entonces me giro y me la encuentro.
Pelo corto y azabache.
Mirada profunda y penetrante.
Sonrisa eterna y soñadora.
—Disculpe, señorita. Pero hay que mantener dos banquetas de distancia entre los clientes —reprende amablemente el camarero.
—No si vamos juntos, ¿verdad? —responde la chica desconocida sin perder un ápice de sonrisa, mientras deja una enorme mochila en el suelo.
La cosa se pone interesante. El camarero me mira. Yo me encojo de hombros.
—Por supuesto, claro. ¿Qué le pongo?
La chica mira la aceituna de mi copa con un desagrado antes de responder.
—Un whiskey con unas gotas de agua, por favor.
La cosa se pone más interesante.
—Y yo que pensaba que estaba teniendo un mal día —comento cuando el camarero se retira.
—Acaban de cancelarme el vuelo, y es el único que salía hoy para Zaragoza. No estoy de humor para que me digan dónde me tengo que sentar. Pero que sepas que ya pasé el virus, así que en realidad soy yo la que debería estar preocupada.
Levanto una mano en un gesto de disculpa, y con la otra deslizo los resultados hacia ella.
—Cortesía de nuestras honorables Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Negativo en coronavirus, positivo en estupidez y un avión que ha despegado sin mí, rumbo a la Ciudad Condal.
—Así que los dos somos invulnerables.
—Bueno, no creo que sea esa la pa-
—¿Desorden público? —me interrumpe la chica, enarcando una ceja mientras lee.
—Es una larga historia, mejor que no preguntes.
El camarero regresa y ambos nos centramos en nuestras bebidas, entre el silencio de ella y mis miradas de reojo.
—¿Qué? —me espeta al rato.
—Me preguntaba cómo lo pillaste.
—¿El virus? Es una larga historia, mejor que no preguntes.
Asiento con una sonrisa, concediendo el punto de partido.
—Verás, estaba dándole vueltas a una idea… —continúo—. Resulta que tengo que estar mañana en Barcelona como sea, así que se me había ocurrido alquilar un coche por cortesía del imbécil de mi jefe.
La chica se gira hacia mí con el gesto inescrutable de una jugadora de póker.
—¿Y por qué me cuentas todo eso?
—Bueno… Son 6 horas de viaje y tengo que pasar por Zaragoza de todas maneras… No me vendría mal un poco de compañía.
Lo medita unos segundos, supongo que sopesando si soy un pervertido o un psicópata con traje.
—De acuerdo, trato hecho —responde finalmente—. Pero yo elijo la música.
—Me parece justo. Por cierto, me llamo Frasco, de Francisco.
—Amanda —responde ella, haciendo una graciosa reverencia.
***
Amanda y yo caminamos indecisos por el aparcamiento que está junto a la oficina de alquiler.
—¿Qué te parece este? —digo, señalando a un Seat Toledo de color blanco. Amanda reacciona como si hubiese chupado un limón—. Yo qué sé, la verdad es que no tengo ni idea de coches. Cualquiera me vale mientras camine.
—¿Cómo de cabrón es tu jefe? —pregunta Amanda, pensativa, mientras pasea entre los coches.
—En una escala del uno al diez… seis o siete… —respondo—. Trillones.
—Pues si quieres joderle de verdad, deberías pensar a lo grande.
Amanda se para frente a una enorme furgoneta de color azul metalizado, con una sonrisa de la misma magnitud.
—Una California, un Frasco… Dime si no es una señal. —Hay que reconocer que la chica tiene un argumento —¿Adjudicado?
—Adjudicado.
Dejamos atrás los edificios de la gran ciudad casi de inmediato, adentrándonos en los tornasoles de carmín y acero que recitaba Machado. Amanda no tarda en quitarse las zapatillas y empezar a rebuscar dentro de su abultada mochila, sacando libros, pantalones, bragas y hasta un arrugado vestido verde de amapolas. Cuando por fin encuentra su objetivo, me lo muestra triunfante; un pequeño pendrive con la forma de un oso panda.
—Esto, amigo mío, es la mejor selección de música que se pueda imaginar para un viaje por carretera —dice, conectándolo a la entrada del radio casete.
Imposible no girar lentamente la cabeza en su dirección cuando empiezan a sonar los maravillosos primeros acordes del Shade de Silverchair. Ella ya tiene los ojos cerrados, los pies descalzos sobre la guantera y una sonrisa de satisfacción.
—Ni te imaginas el tiempo que hacía que quería recorrer el mundo en un trasto de estos —comenta, ausente, marcando el ritmo con ligeros vaivenes de cabeza.
Yo vuelvo a mirar a la carretera, contagiado por su sonrisa y su espontaneidad. Para que luego digan que ninguna gran historia comenzó por una botella de agua.
Kilómetros y meseta se suceden entre Smashing Pumpkins, R.E.M., Nirvana, Red Hot Chili Peppers o Pearl Jam. He de reconocer que no exageraba un ápice; es una selección verdaderamente cojonuda. Suena a verano, a calor y carretera, a despreocupación. Y huele a todos los recuerdos que vivimos, y también los que nos inventamos para idealizar una juventud que se nos escapa como arena entre los dedos.
Amanda me cuenta su crisis existencial durante la pandemia; los problemas que tuvo con su familia porque eran incapaces de entender que quisiese dejar un trabajo que nunca le llenó, para pasar un año recorriendo Europa. Sus ganas de aventura, sus escarceos con las drogas, con el sexo, con el amor y con filosofías orientales que no le habían dado ninguna respuesta convincente.
Yo le hablo del grillete en el que se ha convertido mi trabajo, de mi vida gris sin sobresaltos. No tengo demasiado que contar, pero ella me escucha con atención, dándome consejos y animándome a vivir más aventuras. «Si quieres que pasen cosas, tienes que hacer cosas», afirma con la mirada fija en el horizonte, casi como si se lo recordase a ella misma, pero a mí se me queda tatuado.
Por primera vez en mi vida caigo en la cuenta de que apenas he vivido. Me he arrastrado por existencias ajenas, por esperanzas de otros, por caminos que no quería recorrer.
—¿Estás bien? —me pregunta Amanda, tras un rato en silencio. Los rayos del atardecer me golpean en la cara y las gafas de sol ocultan parcialmente mi expresión de desasosiego.
—¿Sabes esos veranos de anuncio que parece que tienen hasta banda sonora? Esos que pasas en playas paradisiacas y se te graban a fuego; en los que te planteas dejarlo todo, quemar tu dinero como aquel tipo… —chasqueo los dedos— …el del bus abandonado…
—¿El de Into the Wild?
—Exacto. En esos veranos la vida se ralentiza y crees que todo es posible, que serías capaz de cualquier cosa. Haces planes motivados por un entorno onírico y despreocupado. Pero luego llega septiembre, con su vuelta al cole, sus atascos y sus trimestrales del I.V.A., y todos esos planes maravillosos se te olvidan y te vuelves a dejar arrastrar por el peso de las responsabilidades y la inercia del día a día.
—Creo que es sano vivir en esa inopia, aunque sea un rato, aunque sea irreal. Incluso si nunca llegas a hacer realidad esos planes, solo pensarlos te hace un poquito menos miserable.
—Pues yo creo que vivo en un septiembre todo el rato, pero sin haber pasado antes por Ibiza.
La enorme carcajada que suelta Amanda me pilla un poco por sorpresa.
—Perdona —dice, cuando recupera el aire y consigue enjugarse las lágrimas—. Esa no la vi venir.
Luego se me queda mirando tanto rato, que empiezo a sentirme un poco incómodo.
—Frasco… Ese nombre te viene como anillo al dedo, chaval. Romo por fuera, pero cargadito de sorpresas. —dice, reclinándose en el asiento y calándose un sombrero de ala ancha que no sé de dónde ha sacado—. Me parece que deberías de abrir la tapa más a menudo.
Sus piernas bronceadas casi resplandecen a la luz anaranjada del ocaso.
La señal de desvío hacia Zaragoza cae sobre mi campo de visión como la bomba de Hiroshima. En ese momento Amanda se despereza.
—¿Ya hemos llegado? Qué rápido se ha pasado el tiempo.
—Oye, no te he preguntado a qué venías a Zaragoza.
—Mi mejor amiga vive aquí desde hace muchos años, pero nunca había venido. Ya sabes, por el trabajo —responde Amanda, encogiéndose de hombros—. Me parecía una buena manera de arrancar el viaje. Pasos pequeñitos, pero con significado.
Aparco al otro lado del río, con la imponente Basílica del Pilar saludándonos a través de una arboleda.
Amanda recoge sus cosas, comprobando que no se ha dejado nada, y se baja. Yo me tomo unos segundos, hasta que golpea suavemente la ventanilla y me hace gestos con la mano.
—Has resultado ser un compañero de viaje de lo más interesante, señor Frasco —dice cuando salgo. ¿Es que no se le borra nunca esa sonrisa?—. Al final tendré que darles las gracias a los de la aerolínea, y no va a haber quien los soporte después de eso…
—Yo también he disfrutado mucho, Amanda —respondo, bajando la mirada y con un amago de sonrisa—. Bueno…
Le ofrezco el codo para despedirme, pero antes de que me dé cuenta, lo aparta y me abraza poniéndose de puntillas. Los segundos se hacen eternos y a la vez no quiero que terminen nunca. Hay abrazos capaces de jugar con las leyes del espacio-tiempo.
—Somos invulnerables, ¿recuerdas? —me susurra en el oído.
Luego se coloca la mascarilla y se aleja despacio, con su sonrisa tatuada en la mirada, diciéndome adiós con la mano. Y se da la vuelta.
—¡Espera!
Amanda se gira.
—Siete, nueve, uno, cinco, uno, uno, cinco, nueve, dos —recito, casi sin respirar—. Mi móvil personal… Por si te quedas con las ganas de recorrer el mundo en un trasto de estos.
Su sonrisa se acentúa y asiente lentamente.
—¿No lo vas a apuntar?
—Sigo teniendo memoria de abogada —contesta, apuntándose la sien con el dedo índice. Yo asiento, apretando los labios.
—Ten mucha suerte en tu aventura.
—Y tú en la tuya… —es lo último que dice antes de darme la espalda y perderse entre las calles.
Paso los siguientes diez minutos mirando al vacío desde el asiento del conductor, pensando en lo estúpido que soy. ¿A dónde coño voy gritando mi teléfono por ahí?
Arranco y empieza a sonar el Nutshell de Alice in Chains, y todo es nostálgico y tristemente perfecto.
Me alejo de aquella ciudad que nunca había pisado, pero que tendrá para siempre un lugar en mis recuerdos.
Cuando enfilo la autopista suena el móvil. El de empresa. Aquel cacharro destartalado que lleva años sujeto a mi tobillo. Lo cojo y le doy la vuelta despacio. Es tan viejo que tiene una tapa para extraer la batería.
Abro la tapa.
Saco la batería.
Tiro el teléfono por la ventana.
Siento la vibración de la libertad y el miedo recorriéndome todo el cuerpo como una descarga eléctrica. Espera, no es la libertad, sino mi móvil personal.
Lo saco del bolsillo sin apartar los ojos de la carretera y lo desbloqueo. Un mensaje de WhatsApp de un número desconocido:
«Disfruta de la banda sonora. Espero que me devuelvas el pendrive 😉».
Conduzco hacia lo desconocido. Hacia un camino completamente nuevo. Y esta vez lo hago con una sonrisa tatuada en la cara.
Al final va a resultar que lo más contagioso no es la paranoia.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
A partir de la premisa de @omar_grte:
«Acaban de cancelarme el vuelo».
«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.
Banda Sonora Opcional: Shade – Silverchair
- Categoría: Esto lo contamos entre todos, Relatos cortos
- Etiqueta: Amor, comedia, Humor, romance, viajar
Publicado por Fernando D. Umpiérrez
Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...