Medialuna INC.

Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.

El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.

¿Qué pasaría si, debido al encierro prolongado y al abuso de la tecnología, perdiésemos completamente la capacidad de soñar? A partir de esa pregunta, y de la premisa «Medialuna» propuesta por @medialuna_photography, construí esta historia distópica y oscura.

¿Pagarías la suscripción premium si soñar fuese de pago?

Medialuna INC.

Son casi las once y estás agotada, ha sido un día demasiado largo. Te pesan los párpados, pero tu jornada está a punto de terminar, así que apuras tu séptimo café, recoges la tubería retráctil del traje de contención y vas a la siguiente parada.

De camino consultas el informe en el ordenador de tu antebrazo. Mierda, una madriguera. ¿Por qué siempre te tocan a ti las madrigueras? Piensas que ya está bien, que el lunes sin falta hablas con Ortega para que te haga un reajuste de los turnos. Llevas muchos más años que el resto y eres mucho mejor que cualquiera, joder. Se te parte el corazón en las madrigueras, y todos tenemos un límite. No te lo mereces. Pero sacudes la cabeza, tratando de apartar malos pensamientos. Eres una profesional. Además, sabes que, si no te encargas tú, pocos van a querer hacerlo. Si es que en el fondo te va la marcha…

Llegas al portal cargando un pesado maletín que se ha convertido en una extensión más de tu cuerpo. Pasas los dedos enguantados por el logotipo en relieve que hay en el lateral, una luna plateada, menguante y sonriente, encima del «Medialuna Inc.» grabado también en letras plateadas. Quizás es un gesto inútil y romántico, pero es el único ritual que te queda y te resistes a abandonarlo. Un último vistazo al informe, una consulta rápida al listado de buzones, y entras.

El ascensor está fuera de servicio, qué sorpresa. Ya pocos lo usan, aunque no te importa. De todas formas, tú necesitas bajar, no subir.

Los peldaños tienen una gruesa capa de polvo; nadie se molesta en limpiarlos. ¿A quién coño le importará que la «TEDAX wanna be» deje un surco de mierda hasta su puerta? En fin, qué más dará. Una de las consecuencias del confinamiento prolongado es que se pierden de vista los detalles.

Respiras una bocanada de aire limpio de la botella que llevas anclada a tu espalda. Dentro del traje hace tanto calor que ya ni te molestas en ponerte ropa interior. El sudor cae por tu espalda y el agradable contraste disipa momentáneamente la mala hostia. Cuando llevas tanto tiempo obligada a memorizar cuatro paredes, es inevitable que termines dándole la espalda al mundo exterior.

Llegas a la última puerta del día, un sótano sin ventanas de esos que cuestan medio sueldo, incluso tras la desaparición de los alquileres vacacionales por la falta de demanda. Hay malnacidos que nunca aprenden.

Pulsas el timbre. No funciona, por supuesto. Resoplas. Por un momento temes que no se escuche el sonido amortiguado de tus nudillos al tocar por segunda vez.

Pasos cortos al otro lado, seguido de un punto de luz en la mirilla. Sacas tu carnet identificativo y lo alineas con el haz. Al poco se escucha el chasquido del cerrojo.

El piso es tan oscuro y lúgubre como esperabas. A pesar del filtro de tu traje, casi puedes oler la atmósfera cargada.

—¿Manuela Montalvo? —preguntas con voz robótica, tras consultar los datos personales.

La señora en batín que te ha recibido con una sonrisa, asiente, mirándote a través de ojos lechosos a los que nunca te acostumbrarás. Por un momento te preguntas qué sentido tiene todo aquello.

Entonces recuerdas las muertes. Los antivacunas y pseudoexpertos cayendo fulminados tras romper el confinamiento, porque un youtuber de Milwaukee les había asegurado que todo era un montaje del gobierno. Las sucesivas e incontenibles oleadas de contagio por culpa de un virus que mutaba tan deprisa que era imposible combatirlo. El comienzo de la Era Virtual.

Le devuelves la sonrisa con afección y un nudo en la garganta. Le ayudas a sentarse en un sillón orejero desgastado, pero que parece cómodo, y colocas tu maletín inseparable encima de una mesa. Vuelves a acariciar el logotipo, frunciendo los labios y asegurándote a ti misma que por supuesto que tiene sentido.

Sacudes la cabeza por enésima vez aquel día y comienzas a desplegar tu equipo; un pequeño ordenador integrado, y unas enormes gafas inalámbricas.

Escaneas el nanochip intramuscular de la anciana para comprobar que no se encuentra en la lista de contagiados o recuperados. Odias esa parte con toda tu alma. Cuando escuchas el aviso de resultado negativo, le acomodas las gafas con cuidado y las fijas a los pernos metálicos situados en su sien, que se conectan directamente con el hipotálamo y la amígdala.

La pantalla del terminal se enciende automáticamente a la espera de confirmación. Te acercas, estiras los músculos entumecidos y te sientas como puedes en una silla diminuta.

En la pantalla, un menú desplegable te da las opciones de experiencia disponibles, cada una con un sinfín de imágenes y vídeos, acompañadas de sus respectivos olores, gustos y tactos presintetizados. Gran parte de ese material lo has recopilado tú misma por todo el planeta, lo que te provoca un inevitable hormigueo de satisfacción en los pelillos de la nuca.

Con el paso de los años, llegó un punto en el que mirar la vida pasar a través del ordenador, o incluso al otro lado del cristal de la ventana, ya no era suficiente. Sobre todo, para quienes, como Manuela, no tenían la suerte de disponer de una habitación con vistas, precisamente. Las carencias de vitamina D o de ejercicio se podía arreglar con sucedáneos y aparatos de gimnasia, pero los recuerdos, la experiencia de sentir el exterior, eso era harina de otro costal.

Para evitar que la gente perdiese la cordura y se lanzase al abrazo de una muerte asegurada, la OMS decidió intentar algo nuevo, revolucionario y tan desesperado como la propia situación; convertir el dicho en literal y traerle a Mahoma pedacitos de montaña.

Hacía mucho que la humanidad se había inmunizado a la realidad virtual, el cine 4DX o el sonido binaural, así que se optó por introducir falsos recuerdos directamente en el cerebro de las personas más afectadas por el aislamiento. Así, al menos conseguían puentear la conciencia y, de alguna manera, se liberaba un poco la presión y la desesperación. ¿Agresivo? Sí. ¿Eficaz? Pues también.

Pronto se observó una mejoría en los voluntarios, tanto anímica, como física. Ni que decir tiene que el número de voluntarios terminó, eventualmente, siendo igual a todos. Ante semejante demanda, empresas como Medialuna surgieron como setas, haciéndose con la concesión administrativa y explotación del nuevo invento por un módico precio.

Según indicaba el informe, Manuela había contratado el paquete básico. Un mes de salidas a hacer la compra, paseos por el parque y algún que otro amanecer. Aún no ha dado tiempo a que se te deshaga el nudo de la garganta, como para tragar con semejante mierda.

—Manuela, querida. ¿A ti te gusta el whisky?

La sonrisa de Manuela le da el último empujón a lo que llevas un rato maquinando.

 «Marchando uno de mis Packs Deluxe favoritos».

Viaje mochilero con todo lujo de detalles por las Highlands y las Shetlands escocesas, incluyendo ruta de cata en las mejores destilerías, una encantadora visita a Edimburgo y hasta el recuerdo de haber intuido la silueta de Nessy, durante una acampada con algún que otro cigarrito de la risa de por medio. Esto último, por supuesto, lo has sacado de tu carpeta personal de archivos ocultos. Si Ortega tiene alguna objeción, más le valdrá metérsela por su reverendo culo.

—¡Prepárate, Manuela, que allá vamos!

Aprietas el enter. Un ligero espasmo y una bocanada de sorpresa te indican que el programa se ha inicializado. La descarga apenas dura unos segundos, pero el surco que dejan las lágrimas en las mejillas de la anciana se te hace eterno.

Cuando todo ha terminado, recoges el material ante la atenta mirada de Manuela, que no para de llevarse una mano al pecho en señal de agradecimiento. Aún con el traje, hay que mantener el protocolo de distanciamiento. Te despides devolviéndole el gesto. Dios, cómo te mueres por darle un abrazo a aquella entrañable vieja.

Se ha levantado un ligero viento cuando sales a la calle. Lo sabes por la copa de los árboles. Te desperezas y sientes en la espalda la tensión de una semana interminable. Por fin para casa, joder qué gusto.

Mientras te estiras, la sonrisa de la luna, de la auténtica, te sorprende desde el cielo. El nudo regresa a tu garganta, esta vez mezclado con el remordimiento de ser de las pocas privilegiadas que aún pueden contemplar algunas cosas de verdad.

Coges de nuevo el maletín y te encaminas hacia la furgoneta con el visor empañado por las lágrimas y una frase rebotándote en la mente; una frase tan lejana en tu memoria que casi pertenece a una realidad alternativa.

This is… Real life?

Un relato de Fernando D. Umpiérrez

A partir de la premisa de @medialuna_photography:
«Medialuna».

«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.

Banda Sonora Opcional: Mr. Sandman – SYML

Publicado por Fernando D. Umpiérrez

Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...