Natillas
Fernando D. Umpiérrez el 13 de julio de 2022
Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.
El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.
Con tanto tiempo libre durante aquella cuarentena, muchos abrazaban cualquier reto viral que cazase por las redes para matar el tiempo. El problema es que muchos de esos retos terminaban implicando a las mascotas de una manera u otra.
¿Es que nadie pensaba en el bienestar de los gatos? A partir de la premisa «Gatos», propuesta por @aitana_machado, intenté ponerme en su piel e imaginar lo que pasaría por su peluda cabeza.
¿Crees que sería algo parecido a esto?
Natillas
Era simplemente ridículo.
Vale que al principio agradecía tenerla más en casa, pero cuando a los humanos se les da mucho tiempo libre y pocas distracciones, suelen convertirse en máquinas del caos.
¿Y quién es siempre el objetivo de todo ese exceso de entrópico aburrimiento? Por supuesto, el resignado felino.
Natillas echaba de menos los buenos viejos tiempos, cuando su casa le pertenecía, cuando se respetaba el espacio y su humana estaba presta a satisfacer sus necesidades si era pertinente. Pero ahora que no la dejaban salir de casa por aquella ridícula pandemia, solo podía mirar al pasado con añoranza.
Vale, reconocía que resultaba gracioso verla tratar de rellenar todo ese montón de horas libres. Al menos hasta que reparaba en su existencia, claro.
Por la mañana se levantaba, con resaca en el mejor de los casos, y se disponía a seguir una de las múltiples clases de zumba, Pilates, bachata o CrossFit que poblaban internet, mientras se hacía un directo de Instagram. Un desayunito ligero con las recomendaciones de su nutricionista online de cabecera y algún sketch para sus —cuatro— followers, con ella exagerando lo mal que lo pasaba durante la cuarentena, o lo poco que necesitaba a la gente para ser feliz, eso dependía del día.
También le encantaban los zafarranchos de limpieza, limpiando ya sobre lo limpio. Con lo sencillo que era pasarse la lengua con frecuencia —por no mencionar el gustico que daba—. En fin…, qué mal hechas que estaban aquellas criaturas.
Ahora le había dado por hacer pan. A esta, que para lo más que había encendido un horno en su vida era para calentar la lasaña del Mercadona. Hasta se había marcado un par de tartas de zanahorias con su frosting y sus hashtags. Vamos, no me jodas.
Luego estaba lo del balcón, que era para lamerse y no echar bola. Aquello era todo un espectáculo. Pasaba horas al acecho de su presa, cual francotirador, dispuesta a sacarle las vergüenzas a cualquiera que osase asomar la cabeza por la calle. Eso sí, su paseíto diario para sacar a Natillas por prescripción veterinaria no se lo quitaba nadie. Con la tirria que le daba a él pisar la calle.
Y por fin llegaba el aplauso de las ocho, su momento favorito del día. Años de criticar la sanidad pública y decir que los médicos eran unos quejicas y unos muertos de hambre por, y cito textualmente, «manifestarse, con los sueldazos que cobran, que me lo ha dicho mi cuñado por Whatsapp», habían culminado con esta gran y desinteresada manifestación de apoyo incondicional, puntual y retransmitido religiosamente por Facebook Live. Y pobre del vecino que no saliese a dar la cara.
Desde luego era hilarante, claro. El único problema es que todo aquello le llevaba unas cinco o seis horas como mucho. ¿Qué hacer con lo que quedaba de jornada?
Natillas se aproximó al alféizar de la ventana con la gracilidad que le caracterizaba.
—¡Hey, Pimienta! ¿Qué te cuentas?
Una enorme gata negra, que tomaba el sol plácidamente, abrió el ojo desde la ventana contigua.
—Buenos días, Natillas. Pues aquí me tienes, aprovechando un poco el sol antes de la próxima perrería.
—Cuéntame la última, va.
—¿Pues no va ayer el imbécil del chiquillo y me lanza una loncha de queso en toda la cara? Encima ya me lo vi venir desde la cocina, tarareando como un enano yendo al campo a trabajar, y yo pensando, «no serás capaz». Pues vaya si lo fue, el cabr-
—Al menos con eso meriendas… —interrumpió Bigotes, el persa, asomándose entre los barrotes de un balcón en el piso superior—. Al mío no se le ocurre otra cosa, el otro día, que pegarme una cinta adhesiva en el costado. Y, no contento con eso, luego va y me la casca en el lomo. ¡Toda la tarde caminando agachado como el puto John McLane en una tubería, me pasé!
A eso se refería Natillas, precisamente. Que los humanos fuesen estúpidos no estaba mal. Al fin y al cabo, cumplían con sus funciones básicas y no molestaban demasiado. Hasta les podías coger cariño, aunque eso jamás se le ocurriría confesarlo delante de los chicos. Pero cuando te ponían en su punto de mira, ahí sí que estabas jodido. Y si además tenían todo el tiempo del mundo por delante, esa estupidez podía tender al infinito.
—Hostia, colega… ¿Y qué hiciste? —preguntó la gata, indignada.
—¿Pues qué querías que hiciese? A la que pude arrastré su taza favorita hasta el borde de la mesa, así, despacito, mirándole a los ojos, que es lo que más les jode. Y luego, ¡pum! ¡A tomar por culo la taza!
Pimienta apenas podía contener las lágrimas de la risa.
—Pues a mí me sacan a pasear todos los días y… —dijo un pekinés en no sé dónde.
—¡A ti nadie te ha preguntado, «Toby»! —atajó Natillas.
—¿Y la mía, que ahora le ha dado por acoger en casa a un ornitorrinco transgénico, qué, eh? —Al gato atigrado de pelo largo que se alongaba desde una ventana se le podía notar la indignación a kilómetros de distancia. —¡Un extraterrestre dice que es, la puta loca!
—Anda ya, Chester, ¡exagerao!
—¡Te lo juro! Lo que más me jode es que encima es buenísimo al Scrabble…
—¡Natiiiiiiiiillaaaaaaaas!
El tono de la llamada que oía a sus espaldas no presagiaba nada bueno… Cuando se giró, su humana le miraba con cara de expectación y el móvil en la mano. Se había parapetado detrás de un montón de botes y recipientes distribuidos por el suelo, esperando vete tú a saber el qué.
—Bueno, chicos, hora del espectáculo de las cinco… Nos vemos mañana —se despidió Natillas, poniendo los ojos en blanco.
—Ay, no sé qué te pasa, que últimamente no haces más que maullar por la ventana… ¿No estarás en celo, Natillitas? —preguntó su humana mientras lo acunaba entre los brazos.
—Sí, es lo que nos pasa a los machos castrados, que nos entra el celo —respondió Natillas, contoneándose hacia el pasillo.
«Váyase muriendo, señora», fue lo que pensó, mientras atravesaba el campo minado de pomadas sin tirar ninguna.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
A partir de la premisa de @aitana_machadoc:
«Gatos».
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Banda Sonora Opcional: The Lion Sleeps Tonight – The Tokens
- Categoría: Esto lo contamos entre todos, Relatos cortos
- Etiqueta: comedia, confinamiento, costumbres, cuarentena, gatos, Humor
Publicado por Fernando D. Umpiérrez
Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...