Cruce de miradas

Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.

El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.

 

En aquella época que parece tan lejana en la que tuvimos que encerrarnos en casa, salir a comprar se convirtió en la única actividad permitida. Una aventura plena de incertidumbres, donde la imaginación volaba en todas direcciones. En ese contexto, las relaciones personales, los romances y los cruces de miradas estaban a la orden del día. Lo prohibido era una vía de escape, a veces con consecuencias inesperadas. De ahí nace este relato, en el que decidí encajar la premisa «…Y en ese momento se dio cuenta de que quien estaba al otro lado de la puerta, era el padre de ella…», propuesta por @javifeolacruz

¿Te animas a descubrir qué es lo que cuenta?

Cruce de miradas

Cada vez que salía de casa se sentía extraño, con la respiración contenida en el pecho hasta regresar. Pero tenía la mala costumbre de comer todos los días y hacer la compra online le parecía egoísta, con la que ya tenían encima los pobres repartidores. Así que ahí estaba él, pertrechado con guantes y mascarilla, mirando indeciso el lineal del papel higiénico.

Con la locura de las primeras fases había llegado a fantasear con el hecho de ver algún día en un museo el último de aquellos rollos, como si de una pintura rupestre se tratase. Como un testigo mudo de la locura del ser humano.

A su alrededor, el supermercado estaba abarrotado, todos igualmente pertrechados con distancia de seguridad y miradas de desconfianza. Ocultando su inseguridad tras la seguridad del anonimato. La nueva normalidad, la llamaban.

Paseó un rato por el súper, buscando los pasillos menos transitados. La incomodidad iba en aumento, tanto por la cercanía de la gente, como por los guantes microperforados que le había dado el encargado de la entrada, y que se tuvo que poner encima de los que ya llevaba puestos, haciendo francamente complicada la manipulación de lo que tenía que comprar, que además llevaba apuntado en el móvil. Todo era un auténtico desastre.

Estaba a punto de darse por vencido y dejarlo todo en aquel pasillo angosto, cuando la vio aparecer por el extremo opuesto. Su pelo recogido con la efectividad y el poco cuidado justo de quienes tienen cosas más importantes que hacer. Una naturalidad elegante y una seguridad que no entendía de los ridículos elementos de protección a los que no les quedaba más remedio que acostumbrarse. Pero lo que más le impactó fue su heterocrómica mirada. Aquella intensidad verde y azul le dejó por un momento sin aliento, cuando se posó en su propia normalidad color canela.

Él levantó la mano a forma de saludo y la volvió a bajar de inmediato, consciente de lo absurdo del gesto. La sonrisa de ella se intuyó tras el filtro de tela con motivos caleidoscópicos, y se contagió a sus ojos bicolor. Los ojos, chico. Los ojos nunca mienten.

Cuando pasó de largo, aquellos ojos le siguieron de soslayo, con una mezcla de curiosidad y picardía, mientras él dejaba en el estante una crema depilatoria que no sabía ni por qué la había cogido.

Y desapareció.

El suspiro que lanzó cuando la vio perderse entre geles y colonias no habría desentonado en cualquier obra de Shakespeare. Aquello ya era demasiado para sus nervios. Terminó de llenar su carrito de tela con las cuatro cosas que recordaba —ya había desistido de manipular el móvil con los guantes— y se encaminó hacia la cola de fichas de dominó bien colocadas.

Su turno le cogió dándose cuenta de lo complicado que iba a ser la transacción. Odiaba tardar demasiado en la cola del supermercado, por eso solía dejar todos los artículos en la cinta y meterlos de nuevo en el carro antes de pagar, para colocarlos con más calma en su carrito, una vez fuera. Pero con aquella dichosa nueva normalidad los carritos de supermercado estaban precintados, así que tenía que sacar las cosas de su propio carrito y volverlas a meter de nuevo, peleándose con los guantes, la mampara y la mascarilla, mientras veía cómo todo se acumulaba al otro lado. Se puso tan nervioso que cuando terminó la operación le deseó felices pascuas al cajero. Un caluroso sábado de agosto.

La risa divertida que escuchó desde la caja de al lado no hizo más que aumentar el bochorno y el rojo de sus mejillas, cuando se dio la vuelta y se encontró con aquella mirada ajedrezada. Mátame, camión. Trágame, tierra.

Nunca había andado tan deprisa ni apretado un botón de ascensor con semejante intensidad. Todo fue completamente inútil. Al abrirse las puertas, a su lado estaba ella. Ni la máscara ocultaba su sonrisa.

En el ascensor solo se permitía subir a dos personas, cosas del distanciamiento social. Aquel viaje iba a ser como una travesía en el desierto.

—Que te obliguen a meter tu propio carrito es un coñazo, ¿verdad? —. Su voz, cálida y relajada, le pilló completamente desprevenido.

—Es… Sí, es ridículo, pero supongo que es otra de las cosas a las que hay que acostumbrarse —consiguió articular—. Si el espectáculo ha servido para que echases unas risas, yo me doy por satisfecho.

Ella soltó de nuevo aquella risilla divertida, empañando el cristal de sus gafas de pasta fina.

—Perdona, pero es que a mí también me pasa todo el rato. ¿Y qué me dices del ritual desinfectante al llegar a casa? Mis padres están obsesionados. —dijo ella.

—Pues me tendrías que verme limpiando las tarjetas una a una.

—Sería la primera cita más rara de la historia.

Aquella respuesta fue como un catalizador que prendió el metabolismo del muchacho. Cualquiera que le hubiese tomado la temperatura y visto el color de su cara le hubiese puesto en aislamiento de inmediato.

—Tranquilo, era broma…

Un silencio incómodo se estableció entre ambos.

—¿Y si no lo fuera?

«Mierda. ¿Cómo se te ocurre decir semejante estupidez? Aquel día se conocería como el día en el que casi…»

—Pues te diría que menos mal que ya estamos en la fase 3. —«¿Cómo?»

Cuando la vio alejarse calle abajo, aún no entendía muy bien lo que acababa de pasar. El único testigo era un número de nueve dígitos que ella le acaba de dictar en el teléfono.

El minutero no dejaba de correr a una velocidad absurda y todavía no había añadido un Reggiano medio mustio en el risotto.

«¿En qué demonios estaba pensando cuando se le ocurrió abrir la boca en aquel ascensor?»

Después de dos semanas de conversaciones infinitas sobre música, libros y futuros inciertos, por fin había reunido el valor de invitar a Ziggy —su nombre real era Cloe, pero ya tenían hasta bromas privadas— a cenar aquella noche en su casa.

«Maldita la maldita hora».

A estas alturas, no quemar el edificio ya contaba cómo llegar a la tercera base y eso que hacía demasiado tiempo que no jugaba ningún partido.

En ese preciso instante llamaron a la puerta y casi le dio un paro cardiaco. Cuando abrió, un señor bajito, con un maletín en sus manos enguantadas, le esperaba al otro lado. La mascarilla que llevaba le daba un aire a Hannibal Lecter que pegaba con su mirada penetrante… Y heterocromática. Y, en ese momento, se dio cuenta de que quien estaba al otro lado de la puerta era el padre de ella. Básicamente, porque Ziggy estaba junto a él, encogida y con cierta culpabilidad en sus preciosos ojos.

—Esto…, hola. ¿Puedo ayudarle?

—Mi hija me ha comentado que hoy ibais a cenar juntos.

—Eso pensaba yo, pero solo había puesto platos para dos…

—Tranquilo, joven. Solo será un momento —dijo, quitándose los zapatos para dejarlos en la entrada.

—¿Se puede saber a qué viene todo esto? —le susurró a Ziggy, mientras el padre se paseaba por el salón.

—Lo siento mucho, de verdad. Pero mi padre a veces puede ser demasiado… protector con su única hija. Traté de disuadirlo, pero con todo lo que ha pasado últimamente…

—No me puedo creer que en pleno siglo veintiuno aún tengas que lidiar con esto. ¡Oiga, señor! —El hombre levantó las cejas con total normalidad—. Creo que Zigg… Cloe es lo suficientemente adulta y responsable como para tener que darle explicaciones de lo que hace o deja de hacer. Debería sentirse avergonzado de semejante muestra de heteropatriarcado. ¿Qué pasa? —le dijo a ella, que tironeaba insistentemente de su manga.

—Verás, chaval —dijo el padre de Cloe, que se sentó y empezó a abrir el maletín—. Como bien dices, mi hija es lo bastante responsable como para tomar sus propias decisiones. De hecho, lleva siendo más responsable y más lista que tú y yo juntos desde los ocho años, así que si ella dice que eres un buen chico y que le gustas, es algo que no pienso discutir.

Al girarse hacia Ziggy, se percató de que él no tenía la exclusividad de lo de sonrojarse hasta el extremo.

 —Pero da la casualidad de que formo parte del comité científico del COVID-19, mi señora es asmática y la semana que viene tenemos comida familiar, así que, si van a cambiar cualquier tipo de fluidos, cosa de la que no necesito detalles, prefiero que no sea a costa de enterrar a mi mujer.

A estas alturas, los pómulos de Ziggy que asomaban por encima de la mascarilla, eran como núcleos estelares.

La contundencia de sus argumentos hizo que el chico se sentase sin mediar palabra, al tiempo que el hombre sacaba un test rápido del maletín.

Quince minutos después, el padre se despidió afablemente con la prueba negativa en el bolsillo y les deseo una feliz velada.

—Lo de verme limpiar tarjetas ya no me parece una primera cita tan extraña… —dijo él, atónito.

—Al menos ya no hará falta mantener la distancia de seguridad —respondió ella quitándose la mascarilla y revelando una sonrisa que bien valía someterse a todos los test del universo.

Un relato de Fernando D. Umpiérrez

A partir de la premisa de @javifeolacruz:
«…Y en ese momento se dio cuenta de que quien estaba al otro lado de la puerta, era el padre de ella…».

«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.

Banda Sonora Opcional: Common People – Pulp

Publicado por Fernando D. Umpiérrez

Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...