The Dealer

Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.

El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.

Aunque partía de una broma interna, la premisa «dale lo suyo», propuesta por  @_lauraarrue_, se terminó convirtiendo en uno de los relatos más conmovedores de esta antología. Por el momento vital, social y generacional en el que fue escrito, y que por desgracia sigue teniendo la misma vigencia que entonces.

Encima, da la casualidad tremendamente improbable de que justo hoy es su cumpleaños. Ya van unas cuantas casualidades que persiguen las publicaciones de esta antología. ¿Será una señal de algo? Quién lo sabe… Por el momento solo puedo decir… ¡Feliz cumpleaños, Laura!

Si te has sentido identificado o identificada, cuéntamelo en los comentarios o tengamos una charlita en redes. ¡Y cuídate mucho!

The Dealer

Subes por las escaleras del bloque de apartamentos, arrastrando los pies, cargando con la mochila gigante de reparto a domicilio que te hace parecer un puto caballero del zodiaco. Estás hasta los cojones de esto, pero es lo único que te da algo de pasta ahora mismo y desde que a tu chico le echaron del curro por el parón de la economía, la cuarentena y toda esa mierda, tienes que buscarte la vida como puedes. Encima, tener el casco todo el día puesto te da una jaqueca de la hostia.

Llegas al piso indicado y buscas entre las mil y una puertas idénticas que extienden a ambos lados del pasillo. Sacas el móvil para asegurarte de que no te has equivocado.

Por fin das con la casa del inútil que ha pedido una puta pizza por teléfono durante la mayor pandemia de los últimos cien años. Dios, qué harto estás de todo el mundo.

Tocas y esperas. Escuchas cuchicheos nerviosos al otro lado, como si alguien hablase solo. Vuelves a tocar. Nada. Te levantas la visera con precaución y compruebas de nuevo la dirección.

—Mierda, aquí no es, joder —bufas—. Como sea otra coña de criajos, te juro que les pego un tiro.

Frustrado, vuelves a bajarte la visera, recoges la enorme mochila cuadrada con las entregas, que has dejado en el suelo, y te alejas por el pasillo.

Saliendo por el portal te suena el móvil, pero esta vez no es otra entrega. Menos mal.

—Hola, cariño, ¿qué tal?

—Hasta los huevos de la cuarentena. ¿Ya acabaste con lo de las pizzas? Tenemos un cliente.

—¿Dónde?

Vas a apuntar la dirección en la palma de la mano con un bolígrafo, pero con los guantes es una empresa inútil, así que optas por el antebrazo.

—Vale, ¿y qué quiere, lo habitual?

—No ha querido decírmelo, pero me ha asegurado que lo tendríamos en stock.

—Joder, Dani, me da igual lo que te haya dicho. ¿Y si es un pirado? O, peor aún, ¿y si es la poli?

—No seas paranoico, hostias.

Coges aire para calmarte. Lo bueno de tener un novio farmacéutico al que han echado sin previo aviso, es que le sobran el rencor y los contactos. Lo malo, es que no le entra en la cabeza que los negocios, aunque ilegales, tienen que hacerse como Dios manda.

—Escucha, tú dale lo suyo, ¿de acuerdo? Y luego hacemos una videollamada. Te echo de menos. —El cabrón sabe cómo bajarte las defensas.

—Está bien, hablamos luego. Un beso.

Cuelgas e intentas masajearte la sien. El casco. Los guantes. Su puta madre.

Cuando aparcas la moto frente a la dirección del antebrazo, aquello parece un edificio abandonado. Viejo y dejado de la mano de Dios. «Me cago en tu vieja, Dani».

Subes las escaleras desgastadas con la mochila cuadrada a la espalda, procurando no tocar una barandilla que bien podría ser la zona cero de la pandemia. En la mano, el maletero de la moto con la mercancía. Hace un frío de muerte en aquel edificio. Tanto, que las volutas de humo salen de tu boca como pequeñas nubes de Los Simpson.

Llegas al número que tienes apuntado, o eso esperas. No quieres pasar un segundo más en aquel antro. Tocas, pero te fijas en que la puerta está abierta, así que empujas.

—¿Hola? —Nadie contesta. Dudas un instante, luego entras. ¿Qué más puedes hacer?

El interior está oscuro y huele a cerrado y al peso de los años. Le faltaría una mano de pintura a las paredes si estuviésemos hablando de la mano de Atacama.

—¡Pasa, hijo! —La voz rasposa se escucha débilmente desde el fondo del pasillo.

Avanzas indeciso y llegas a lo que parece un salón que no se ha renovado desde los años sesenta. Sentada en un sofá antiguo, una anciana te mira con una sonrisa cansada.

—Me envía Dani, pero no me ha dicho lo que quería…

—Muy majo ese Dani —dice, con la sonrisa ensanchada—. Cuando llamé pensé que me iba a encontrar con tipos duros de la mafia, de esos de las películas que dan tanto miedo. Pero fue muy amable, la verdad.

—Sí, él es el «Relaciones Públicas» de la empresa. —Estás incómodo, pero la señora parece simpática, así que te relajas un poco, instintivamente. —¿Y qué es lo que se le ofrece? Tengo mascarillas, guantes, gel hidroalcohólico…

La señora niega lentamente con la cabeza, sin perder la sonrisa.

—¿Cloroquina? Espero que no se haya creído las gilipolleces de Trump, porque me estaba cayendo usted muy bien. Si se toma esa mierda, el bicho se va a poner las botas, se lo digo yo.

—Antes se va a dar el cáncer un festín, querido. No te preocupes.

—Vaya, lo siento. —«¿Por qué eres siempre tan bocazas?»—. Bueno, no es el tipo de… material que solemos trabajar, necesitaría algo de tiempo para conseguir…

Te interrumpes porque te das cuenta de que la anciana está agitando el brazo como si espantase la mosca más lenta del mundo, mientras vuelve a negar con la cabeza.

—Me lo diagnosticaron hace unos meses, terminal e incurable. Y, de todas maneras, a mi edad y con la que tienen encima los doctores, flaco favor les haría otra vieja más en el hospital.

No sabes qué decir, así que te sientas en una silla y te limitas a escuchar por primera vez en tu puta vida.

—No… Me temo que nada de lo que tengas en esa fiambrera puede hacer mucho por mí.

—Conozco alguien que me podría conseguir algo de yerba… O calmantes —aventuras. Una nueva negación.

La señora, que aún no te ha dicho su nombre, ni falta que te hace, señala una lata de galletas de mantequilla sobre una mesa camilla. Asumes que quiere que se la alcances, así que te levantas.

—Ya no me queda nadie, ni me queda tiempo. La distancia social me acompaña desde hace muchos años. Por no tener, no tengo ni gatos que me coman cuando muera.

Contra todo pronóstico, en lugar de un costurero, te encuentras con un fajo enorme de billetes. Y la cosa se está poniendo intensa.

—Pronto dejaré esta tierra, y solo hay una cosa que eche en falta. Un abrazo.

Levantas la vista del dinero y la miras, estupefacto. Aún llevas puesto el casco, la mascarilla y toda la parafernalia.

—Señora, yo no…

—Sé que no es fácil lo que te pido, pero si lo piensas un poco, tengo yo más que perder que tú, con lo del virus, digo. Además, si me contagias, al menos pasaré los últimos días entretenida, apostando a ver quién gana.

—¡Joder con el humor negro! —No puedes evitar que la señora te caiga cada vez mejor.

—Solo te pido un abrazo y charlar un rato, como si el mundo de ahí fuera no se hubiese vuelto loco. Hasta he hecho unas galletas.

La mirada suplicante y nostálgica de la mujer pulveriza todas tus barreras.

—Pero sin todo ese plástico encima, por favor. Espero que con lo que hay en la lata tengas suficiente. Ya sabes, por las molestias.

Ni lo has contado. No lo quieres contar. En el fondo podría ser tu abuela si no hubiese muerto ya. Suspiras. Cierras la caja y comienzas a quitarte el casco, la mascarilla y toda la parafernalia. Prefieres no pensarlo demasiado.

Cuando te giras hacia ella ha desaparecido.

—Ponte cómodo, por favor —dice desde la puerta que da a la cocina. Para estar muriéndose parece un ninja.

Pasa horas contándote su vida y es la hostia de interesante. Te habla de sus pinitos en el cine, cómo cayó en el olvido cuando se le empezaron a caer las tetas y lo difícil que fue la vida para sus amigos homosexuales en la época. No le dices nada, ni falta que hace. Poco a poco la distancia de seguridad se va reduciendo. También te confiesa lo mucho que le hubiese gustado viajar al extranjero, ver mundo, disfrutar más de la vida. Pero ya sabes, la vida a veces no se deja disfrutar.

—Bueno, supongo que ya te he entretenido demasiado, jovencito. —Cuando miras por la ventana ya es noche cerrada y ni te habías dado cuenta.

Sin pensártelo dos veces te lanzas a abrazarla y ella te acoge entre sus pechos. Huele a nostalgia y a experiencia. Huele a oportunidades perdidas y a recuerdos. En ese momento rompes a llorar. Lloras por una anciana que no conoces de nada, pero también lloras por la vida de mierda que llevas, por un regalo que se ha convertido en una lucha constante contra el terror y la incertidumbre. Lloras por el peso de una época en la que parece que tienes que pedir perdón por existir. Casi llegas a envidiar el destino de esa amable mujer. A punto estás de quedarte dormido en la paz que desprende.

Cuando levantas la cabeza, te das cuenta de que ella también llora, aunque seas tú el que le ha dejado perdida la blusa con tus lágrimas.

—Lo- lo siento.

—Está bien, muchacho. Gracias.

Te recompones como puedes y vuelves a ponerte encima todo el equipo antes de salir. Entonces vuelves a mirar la caja.

—Cógelo —dice la señora— A mí tampoco es que me vaya a ser muy útil.

—Le voy a decir una cosa, señora. Usted guarde ese dinero y, cuando vuelvan a dejar, nos vamos a pegar el viaje de nuestras vidas. ¿Prometido?

La señora resopla con una sonrisa y asiente, secándose las lágrimas. Y tú sonríes con ella.

Cuando abandonas aquel edificio herrumbroso lo haces prometiéndote que volverás a visitarla, al menos una vez en semana. Que una mujer así se lo merece y qué coño, tú también lo necesitas.

Pero no lo harás. Volverás a sumirte en tu día a día, a encabronarte por tus jefes y a quejarte a gritos de tus problemas del primer mundo, porque es el que te ha tocado en suerte. Porque la vida sigue y todos tenemos nuestras miserias personales. Y porque a veces la muy cabrona no se deja disfrutar.

Tampoco importa demasiado.

En cuanto te marchas, aquella afable anciana se levanta con una profunda paz en su mirada, saca un frasco de pastillas y las machaca todas sobre lo que le queda de té, que ya está frío. Se lo toma, sintiendo el regusto amargo, y, poco a poco, se va quedando dormida en el recuerdo de tus brazos.

Es una luchadora, pero también ha sido siempre una impaciente. Así que, después de compartir aquel momento, ya está lista para encontrarse con el abrazo de la muerte.

Un relato de Fernando D. Umpiérrez

A partir de la premisa de @_lauraarrue_:
«Dale lo suyo».

«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.

Banda Sonora Opcional: Dramamine – Modest Mouse.

Publicado por Fernando D. Umpiérrez

Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...