Lucy
Lucy siempre había velado por aquellos a los que amaba, guiando sin querer ser guiada, como un faro que evita que los bajeles pierdan el rumbo y encallen por culpa de su propio peso, iluminando sus almas sin iluminarse nunca a sí misma.
Pasos en una oscuridad infinita. Granos de tiempo acariciándome suavemente la planta de los pies, apremiándome, sin conseguirlo, a que acompase mis movimientos al mundo, a mis aspiraciones.
Yo ralentizo el ritmo con una mezcla de diversión y desafío en el paladar, a sabiendas de que se enfadará conmigo. Porque la Dama Tiempo no gusta del humor si no es ella quien lo controla y decide cuándo empieza, cuando termina y cuando aparece con su dulce ironía.
La adolescencia es una fase extraña de la vida, un período en el que vivimos nuevas experiencias que marcarán los pasos hacia el tipo de persona en el que nos convertiremos. Una fase aterradora para muchos, pero que deja tal huella, que muchos nos resistimos a abandonarla.
Siempre he sentido cierta nostalgia por esa adolescencia que recordamos sin haber vivido. Daba igual si venía envuelta con la emocionante búsqueda de un tesoro con el más noble de los fines, si te situaba en la tesitura de qué hacer con un cadáver o si sencillamente te mostraba los problemas habituales de una juventud atormentada. Y daba igual, porque había algo que unía a sus protagonistas y con lo que siempre me sentí identificado.
El horizonte se torna difuso cuando los ojos se impregnan por las gotas de sudor que perlan su frente y emborronan su mirada.
Las rodillas crepitan, como troncos en la chimenea de una casa durante el invierno, y se quejan por un esfuerzo no buscado, mientras nota cómo manchas púrpuras de sufrimiento tiñen la piel de muslos y muñecas.
La marca zigzagueante que recorría aquel paisaje lleno de vitales y hermosos contrastes, era el fiel reflejo de la magia que albergaba en sus profundidades.
Pocas veces me habían tocado el alma de manera tan contundente y a la vez tan gradual. Desde la desembocadura hasta la fuente, aquel sinuoso río te marcaba, no como una explosión que te dejase sin aliento, sino como la erosión que su caudal producía en la dura roca; poco a poco pero sin descanso. Una vez que conseguía abrirse paso a través de tu coraza, quedabas irremediablemente marcado para siempre.