Reclusión

Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.

El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.

 

En esta ocasión partía de la premisa «Un café y un periódico con la noticia de la pandemia», propuesta por @Alete.C 

¿Te animas a descubrir qué es lo que cuenta?

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Parálisis

Me cuesta unos segundos reconocer el lugar en el que estoy, a pesar del inconfundible traqueteo del vagón. Siempre pongo el automático cuando vuelvo a casa, especialmente si me he tomado unas cervezas de más y las neuronas no hacen más que divagar hacia fangos que es mejor no remover. A esta hora, la escasa gente que comparte mi vaivén son presa del sopor y el «nunca más»; ese portal interdimensional en el que se dan la mano los que acaban de ser arrancados de la cama contra su voluntad y los que se arrastran a duras penas hacia ella.

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Pajaritas de papel

Janos ocupó la última fila del Airbus A330, con un leve tintineo y una chaqueta azul sobre el regazo. Junto a él se sentó un tipo trajeado que miraba alrededor como si la mitad del pasaje le debiese pasta. Ni siquiera se dignó a dirigirle la palabra. Aquel tipo ceniciento parecía más preocupado por saber si había sitios libres cerca de las salidas de emergencia. Iba a ser un largo e incómodo viaje de regreso, así que Janos optó por distraerse con lo que le ofrecía el exterior. Al menos le había tocado ventanilla.

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No mires atrás

El centro era pulcro, minimalista y espacioso. Transmitía inmensidad y confianza. El joven recepcionista me recibió con una amplia y bien estudiada sonrisa. Luego me entregó una enorme cantidad de impresos sujetos auna tablilla plástica y me indicó unos asientos de manera mecánica.

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Al principio, aquel enigmático anuncio de periódico me había caído como una bendición. Ya había participado en otros estudios sociológicos y cosas por el estilo, pero lo que pagaba aquella gente era desorbitado. Y solo por veinticuatro horas de mi tiempo. Tampoco es que yo sirviese para otra cosa, y la alternativa era pasar el día mirando el techo.

Este puto gotero suena como campanadas de nochevieja. No es normal. Estos cabrones quieren volverte loco, no te dejes amedrentar…

Había demasiada información en aquellos folios sintéticos, mucha de ella incomprensible. Pero bueno, era un ensayo clínico. Estaba tan acostumbrado a toda aquella parafernalia que ya ni la leía. Solo necesitaba pensar en el dinero.

Para distraerme, comencé a juguetear con mi moneda de la suerte. Siempre me fascinaron los juegos de prestidigitación y había empleado muchas horas en perfeccionar la técnica.

—¿Has terminado ya? —Al levantar la vista, la sonrisa artificial me escudriñaba desde las alturas, paciente e implacable.

—¿Cómo? ¡Ah, sí! Perdona, aquí tienes.

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Ilusiones preferentes. Primera parte. (1/2)

Tengo algo entre los dientes, lo sé. No consigo notarlo con la lengua, pero seguro que tengo algo entre los dientes. Si no, ¿por qué la nueva secretaria me iba a mirar con esa cara de asco? Joder, dónde coño estás maldito hijo de-

—Ha llegado su visita de las cinco, señor Bielsa—. Casi se me sale el corazón por la boca al ver la diminuta proyección virtual de mi secretaria, de pie sobre la mesa.

—Gracias, preciosa. Hazle pasar. Y te he dicho que me llames Juanmi, ya sabes, para que haya buen rollo.

—En seguida le paso, señor.

—Otra cosita, querida. ¿Te importa traerme un holoespejo?

—Ahora mismo, señor.

A esta chica le queda mucho por aprender si quiere llegar a ser más que una simple secretaria. Menos mal que no la ha cagado de momento, porque con ese carácter que tiene y lo poco arregladita que va, no sé cómo pasó las entrevistas. La anterior por lo menos tenía un buen par de tetas.

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¿De verdad es tan importante tener razón?

Reza una frase del tragicómico humorista Louis C. K.:

«Cuando alguien te dice que no le has herido, no puedes decidir que no lo has hecho»

A priori, esta frase destila un gran sentido común, pues el peso del daño, especialmente el daño emocional, recae siempre en el receptor y el emisor no tiene —o no debería tener— la potestad para decidir de manera unilateral, sobre el grado de dolor, de mal o de bien que ha ocasionado con sus actos. Lo único que puede hacer es acarrear con las consecuencias.

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Serendipia

Hoy les traigo un relato muy especial para mí. Fue el primer intento de escribir una novela que recuerdo y el culpable de las innumerables horas muertas que pasé en la cafetería de mi facultad con un lápiz y una libreta.

Finalmente deseché el proyecto tras meses de frustración, así que quedó olvidado en un cajón. Serendipia no es más que el comienzo de aquel proyecto olvidado, reconvertido en relato corto. Espero que les guste.

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Al fondo a la derecha

Aquella figura, que le devolvía la mirada desde el escaparate del Café de las almas perdidas, le era completamente ajena. No recordaba exactamente cuándo había comenzado a renegar de su cruel anatomía, oponiéndose a la resignación de aceptar el resultado de unos dados que nunca le habían dejado lanzar.

Con un profundo suspiro, proyectó toda la rabia contenida hacia el desconocido reflejo, cubriéndolo con una agradecida nebulosa de vaho, y se dispuso a entrar en aquella cafetería con nombre de película francesa. No tardó en localizar a su madre al fondo del establecimiento, sentada en la misma mesa donde la esperaba todos los días a las cinco de la tarde.

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Cría cuervos

Chester McCorax inspeccionó aquella cáscara de pipa con ceñudo interés, pese a que la miga de pan abandonada, de aspecto mohoso, también le llamaba poderosamente la atención. Finalmente se decidió por la miga, atacándola ávidamente con su pico oscuro y semicurvo.

Tal vez por aquellos fríos lares la vida de los cuervos no tuviese el considerado glamour de las águilas reales ni la afamada sabiduría de los búhos, pero era una vida sencilla y respetable. Chester apreciaba esas cualidades por encima de la mala fama de resentido, agorero y desagradecido. Una losa asociada a sus congéneres desde el principio de los tiempos, y que algún escritorcillo con ínfulas de poeta se había encargado de cincelar para la historia en letras de mármol. Al menos podía congratularse de no haber nacido paloma. Malditas ratas del aire.

Pese a ello, no podía evitar mirar con mal disimulada envidia a los cisnes que se pavoneaban por aquella antigua ciudad de la vieja Europa. Con su elegancia acaparaban todas las migajas de los visitantes, no solo en verano cuando podían desplegar sus encantos, sino también en invierno, una época festiva y gélida cuya melancolía le venía a Chester como anillo al dedo. Por eso no perdía ocasión de poner a prueba la escasa paciencia de los anátidos tirándoles de la cola y arrancándoles, en un despiste, alguna que otra pluma.

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