Pajaritas de papel

Janos ocupó la última fila del Airbus A330, con un leve tintineo y una chaqueta azul sobre el regazo. Junto a él se sentó un tipo trajeado que miraba alrededor como si la mitad del pasaje le debiese pasta. Ni siquiera se dignó a dirigirle la palabra. Aquel tipo ceniciento parecía más preocupado por saber si había sitios libres cerca de las salidas de emergencia. Iba a ser un largo e incómodo viaje de regreso, así que Janos optó por distraerse con lo que le ofrecía el exterior. Al menos le había tocado ventanilla.

Era un día lluvioso y las gotas se condensaban en el pequeño rectángulo de bordes romos, mientras los operarios preparaban aquel canguro aerodinámico para el despegue. Janos les miró con curiosidad a través de la ventana. Trabajaban con movimientos mecánicos, casi de memoria, como si les hubiesen condenado a realizar la misma monótona tarea días tras día, hasta adquirir una mezcla perfecta de tedio y cartesiana precisión. Solo les faltaba silbar al unísono la misma melodía.

Tripulación de cabina, cerramos puertas y cross-check.

Un golpe en el asiento delantero le sacó de su abstracción, a la vez que una cortina de cabellos negros con destellos azulados se desbordaba momentáneamente sobre el reposacabezas.

Preso de la curiosidad, Janos trató de incorporarse para ponerle cara a quien sería su nueva compañera durante las siguientes diez horas de trayecto. Sin embargo, sus dos metros de altura y el carraspeo impertinente que surgió de la garganta del de al lado le hicieron reconsiderar la situación, por lo que prefirió quedarse donde estaba. Pensó en matar el tiempo ojeando la revista de abordo, pero, para su desgracia, el hueco donde esperaba encontrarla, junto a las instrucciones de seguridad y la bolsa del mareo, estaba completamente vacío.

Un nuevo movimiento en el asiento delantero.

Armamos rampas.

Al escuchar la voz de la auxiliar de vuelo —los tiempos habían cambiado y lo de azafata ya quedaba desfasado—, las manos comenzaron a sudarle bajo el peso de aquella incómoda chaqueta azul. Un ligero temblor le subió desde los tobillos hasta la espina dorsal, obligándole a clavarse las uñas en los muslos, cerrar los ojos y respirar hondo para recuperar el control. A Janos nunca le gustó volar. Había una sensación de pérdida de libertad que, no por tristemente familiar, dejaba de ponerle muy…

—¿Nervioso? — El hombre del traje gris le lanzó una mirada burlona, consciente de la paradoja de que un tipo de su envergadura tuviese una actitud tan infantil.

A Janos esa clase de convencionalismos habían dejado de importarle hacía tiempo. Además, estaba demasiado concentrado en acompasar la respiración, como para preocuparse de borrarle a aquel imbécil la suficiencia de la cara. No eran ni el momento ni el lugar.

Cuando abrió los ojos, un brazo delgado y femenino se había materializado entre la pared cóncava y el reposabrazos delantero. Tres lunares formaban en su tríceps un triángulo equilátero perfecto. Casi parecía un tatuaje.

Tripulación, preparados para el despegue.

Janos seguía hipnotizado por aquel antojo cuando sintió el típico vacío que te asalta al abandonar de repente el contacto con el suelo. La sensación le pilló desprevenido y sintió el impulso de gritar que por favor diesen la vuelta, que tenían que aterrizar, que él nunca tendría que haber subido a aquel avión.

Sus ojos, ávidos de distracción, volvieron a centrarse en la constelación de aquel brazo misterioso. La oscuridad de cada punto quedaba remarcada por la tersura de aquel perfecto lienzo. Era como un portal que pudiese transportarle a una dimensión desconocida solo con tocarlo. Y Janos sentía la necesidad de probar suerte.

—¿Desea tomar algo?— La voz de otro auxiliar le produjo un sobresalto cuando se dirigió al hombre trajeado, que negó con la cabeza.

Antes de que Janos pudiese reaccionar, el auxiliar siguió de largo sin reparar en su presencia. Cómo echaba de menos a las simples azafatas.

El respaldo de la chica de los lunares se reclinó en cuanto el avión alcanzó la altura de crucero, trayendo consigo una vaharada de jazmín que transportó a Janos a un lugar exótico y desierto. Era una extensión infinita que le resultaba familiar pero difusa, como si solo existiese en un latente rincón de su memoria.

Giró sobre sí mismo tratando de orientarse, pero no consiguió ver nada más que la más absoluta nada, así que optó por echar a caminar sin rumbo fijo.

 

A medida que avanzaba, los límites del tiempo y el espacio se iban desdibujando en un océano viscoso, a medio camino entre lo líquido y lo sólido.

Ya empezaba a echar de menos la inseguridad de estar suspendido a diez mil metros sobre el nivel del mar, cuando le pareció vislumbrar algo en el horizonte; tres puntos azabaches recortados contra el blanco nuclear.

A medida que se acercaba, los puntos iban conformando un triángulo equilátero perfecto. Janos apretó el paso hasta alcanzar al más cercano y entonces se dio cuenta de que, lo que en un principio le había parecido una figura geométrica, era en realidad una mujer arrodillada, cuya melena de cobalto caía derramada por su espalda.

—¿Hola?

Silencio.

Janos se acercó con cuidado, alargando el brazo hasta casi rozar con los dedos su cabello.

Entonces, la tierra comenzó a temblar.

Señores pasajeros, les informamos de que estamos atravesando ligeras turbulencias. Por favor, regresen a sus asientos y mantengan abrochado el cinturón de seguridad hasta que se apague la señal.

Janos tardó un momento en ubicarse. A su lado, el hombre del traje gris dormía como un tronco. Aún con la chaqueta en el regazo, sintió un escalofrío al ver los tres lunares a través de la rendija del asiento delantero.

Necesitaba rebajar las pulsaciones, así que aprovechó el sueño de su compañero de fila para alargar la mano y birlarle la hoja con las instrucciones de seguridad. No es que creyese en aquel ridículo placebo, pero la papiroflexia siempre le había ayudado a mantener la calma.

Bajo la chaqueta, Janos empezó a doblar con precisión aquella ilusión de seguridad plastificada, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo. A medida que se transformaba en una figura de origami, sus latidos recuperaban la frecuencia habitual, sumiéndole en una paz familiar que no sentía desde hacía demasiado tiempo.

Una pajarita de papel

Al abrir los ojos, Janos se encontró de nuevo ante la inmensidad, con tres puntos azabache formando un equilátero perfecto en la distancia.

Janos corrió hacia ellos, pero se detuvo cuando apenas le separaban unos metros del más cercano. La mujer no se había movido ni un milímetro.

Dentro de él se estaba librando una lucha encarnizada entre el impulso visceral de seguir hacia delante y la razón que le gritaba que se alejase de inmediato. Pero cuando por fin logró darse la vuelta, se encontró frente a tres réplicas de la mujer, colocadas boca abajo formando un triángulo perfecto, cada una con una pajarita de papel sobre la espalda.

Janos retrocedió con los ojos como platos y la mandíbula caída, incapaz de procesar aquel horror, hasta que una mano se apoyó en su hombro, haciéndole girar sobre sí mismo.

Cuando se despertó, boqueando y aturdido, el avión ya había aterrizado.

Deseamos que hayan tenido un buen vuelo y esperamos verle de nuevo a bordo.

—No es tan fácil escapar de las pesadillas, ¿eh?— El hombre del traje gris le miraba fijamente, mientras el resto del pasaje iba levantándose con cara de cansancio.

El asiento de delante estaba vacío y junto a él, una anciana esperaba su turno para coger el equipaje. No había ni rastro de la mujer de los lunares.

Janos trató de incorporarse, pero el hombre del traje gris se lo impidió apoyando con firmeza la mano sobre su hombro.

—Espera a que se vacíe —le dijo mientras se ponía de pie.

Janos aceptó con sumisión, mientras acariciaba la pajarita de bordes afilados bajo la chaqueta. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abalanzarse contra aquel pelele y darle su merecido. No era ni el momento ni el lugar.

Cuando los últimos pasajeros abandonaron el avión, el hombre del traje gris recuperó su chaqueta azul.

Al destapar las muñecas de Janos, los grilletes que las unían produjeron un leve tintineo.

—Aquí se separan nuestros caminos —dijo el hombre trajeado, poniéndose la chaqueta, en cuya espalda se podía leer F.B.I.—, aunque el tuyo no creo que dure mucho más.

En ese instante, cuatro agentes de las fuerzas especiales irrumpieron por una de las puertas emergencia.

—Estos amables caballeros te acompañarán a tu destino.

Janos se levantó con dificultad y caminó hacia la salida, escoltado por un batallón armado hasta los dientes.

La noche era más fría de lo habitual para aquella época del año. Janos cerró los ojos e inspiró profundamente, sintiendo una vaharada de jazmín que le hizo abrir los ojos de inmediato. Al pie de la escalinata le estaba dando la espalda la mujer de los lunares.

Justo en el momento en el que la mujer se dio la vuelta, Janos sacó la pajarita de papel que había ocultado en la enorme palma de su mano y se enterró una de sus puntas en la yugular. La sangre empezó a brotar, densa y oscura, mientras caía dando vueltas. Con cada giro de cabeza hacia el final de la escalera, una porción del rostro de la mujer le iba golpeando en la memoria.

Aquel lugar fue el último momento para Janos.

Un relato de Fernando D. Umpiérrez

Banda Sonora Opcional: Elevation [Touch] – Hildur_Guðnadóttir

Publicado por Fernando D. Umpiérrez

Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...