Inercias y perdones
Fernando D. Umpiérrez el 11 de agosto de 2016
Las siluetas grises y pétreas a su alrededor impedían a los tímidos rayos del sol invernal dar algo de calidez a su ajado espíritu. Testigos mudos de la historia que parecían ajenos a la vertiginosa mutabilidad de la vida urbana.
Sus pasos, lentos pero firmes, recorrían el casco antiguo sin rumbo concreto pero con un objetivo claro. Atesorar los recuerdos que se le escapaban paulatinamente de entre los dedos. Azuzar la memoria para que hiciera un último esfuerzo.
Muchos años había tardado en construir todo lo que ahora se erigía en derredor. Cada pequeño rincón donde había recibido un abrazo, robado un beso, compartido un secreto o regalado una dulce sonrisa, adquirían forma y presencia donde antes imperaba la anónima nada.
Paseando por esas calles recordaba un tiempo pasado que realmente le había pertenecido y que había desaparecido sin ser consciente de su pérdida. Las construcciones eran cada vez más difusas y ajenas, como si ya no formasen parte de su vida. Las iglesias y tiendas le miraban con muecas burlescas haciéndole entender que su presencia era un estorbo en el nuevo orden de las cosas.
Se preguntaba cómo podría cambiar algo que creía tan inamovible. La ciudad que durante años le había concedido una identidad personal y un cálido escondite de sí mismo, ahora le trataba como si resultase ajeno e irritante.
Muchas preguntas hacía a aquellas piedras que ahora le daban la espalda con arrogante indiferencia. Clamaba por cualquier cosa que le hiciese entender la naturaleza del cambio, pero ninguna respuesta sincera recibía; solo susurros opacos y vagas frases sueltas que lo sumían en la más profunda de las desdichas.
En cada letrero de aquella ciudad veía mensajes ocultos e indescifrables. Cada movimiento de sus habitantes le abría un camino a explorar, pero todos terminaban en un callejón sin salida.
Poco a poco, su incomprensión se tornó en resentimiento y lo que antes le impulsaba en dirección a un futuro prometedor, ahora le hacía entornar los ojos con desconfianza, obligándole a dejar aquella urbe que le había acogido tantos años. Empacó lo poco que le quedaba de valor, y comenzó el tedioso ascenso hacia la colina que coronaba su infierno personal, en busca de otra ciudad que fuese más benevolente con aquel estúpido anciano. Cada paso incrementaba su enfado, pues nadie de aquel pueblo con ínfulas había venido a despedirse, ni hacía nada por evitar su partida, pese a haber dado lo mejor de sí mismo para hacer crecer calles y plazas. Se sentía nimio e insignificante.
Cuando alcanzó el promontorio más elevado, sus ojos derramaban impotencia y su espalda cargaba con el peso de la osadía. Echó un último vistazo hacia su pasado y contempló por primera vez en mucho tiempo la ciudad en su totalidad. Le sorprendió la complejidad y vitalidad que desbordaba. De pronto, observó cómo se iba diluyendo su ira a medida que el cuerpo se desinflaba. Por primera vez entendía realmente su profunda inmadurez, pretendiendo que una ciudad entera dependiese de él para funcionar, o tan siquiera le debiese algo. Cuán estúpido había sido pensando que ella le daba la espalda, cuando era él quien la dejaba de lado. Aquella ciudad latía con fuerza inusitada por el pálpito de miles de corazones y el suyo no era más que un raído sentimiento que había complementado, durante un tiempo, la esencia de un espíritu cambiante.
Clamaba por una explicación inexistente, pues tratar de modelar los poderes intrínsecos que manejaban aquella ciudad era como golpear un muro con una pluma de escribano. Había comprendido por fin su error y aun así sabía que tardaría en olvidar. Nunca dejaría de intentar comprender aquella maravillosa y compleja construcción que le había hecho crecer como persona. Y aunque cometiese mil errores más, nunca cejaría en su empeño de arreglar todos y cada uno de ellos.
Sentado en la colina dejó pasar las horas, empapándose de la vida exudada por su entorno y deseando que no fuese demasiado tarde para volver a pasear por aquellas calles, aunque fuese sin comprar en sus locales. Su único deseo era compartir sus experiencias, miedos y desdichas con los callejones por donde tanto había deambulado. Que le hubiesen expresado sus sinceros sentimientos en lugar de mirar hacia otro lado por orgullo. Al menos eso le habría evitado elegir tantos caminos equivocados. O al menos entender el porqué de sus pasadas elecciones. Merecía que le tendiesen el puente plateado del castillo.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
Banda Sonora Opcional: Casimir Pulaski Day – Sufjan Stevens
- Categoría: Relatos cortos
- Etiqueta: Caminos, Microrrelato, reflexion, superación
Publicado por Fernando D. Umpiérrez
Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...