El valor de una imagen

Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.

El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.

En esta ocasión, la premisa «Una foto salvó mi vida», propuesta por @ataman1982, se hermanaba con un relato anterior que descubrirás en un enlace al final de este, y que me servía como excusa para expandir un poco más este universo literario. Un relato sobre soledad, pérdida y sacrificio, sobre venganza y esperanza. En definitiva, sobre la condición humana.

Un relato que me emocionó mucho escribir y que aún me emociona cuando lo leo.

El valor de una imagen

Son las 19:58 cuando comienzan a escucharse los aplausos a través de la puerta abierta de la terraza. El lento tap, tap de un bastón precede la llegada del señor Collins, que se acerca para mirar entre las cortinas ondulantes.

Fuera, las muestras de agradecimiento con los sanitarios son cada vez más ruidosas. Todo el barrio se ha congregado en sus balcones, fieles a la cita de la tarde. El anciano se aferra a la manilla de la puerta corredera con mano temblorosa y, tras unos segundos de duda, da un tirón para cerrarla de un portazo. Un pesado silencio viste de soledad aquel enorme salón de estilo inglés.

Tras alejarse de la ventana, Collins recorre la estancia con la velocidad que le permite su avanzada edad. Sus dedos arrugados se deslizan por la tapa cerrada del piano de caoba, dejando un nuevo surco de limpieza en el polvo acumulado, como estrías en el lecho de un antiguo río seco. Su cara es una máscara sombría.

Las acciones de su empresa se han desplomado por la pandemia y los acreedores ya están llamando a su puerta, pero eso ahora mismo le da igual; se reinventará, como siempre. Ha adquirido muchas costumbres españolas en el tiempo que lleva en el país; el miedo visceral al fracaso no es una de ellas.

Pero no poder salir de aquel ático, verse atado de pies y manos por un bicho microscópico que le ha arrebatado tanto, es algo superior a él. Eso, y aquel maldito aplauso de las ocho, como puntual recordatorio de que no importa el dinero tengas ni el poder que manejes, cuando la fatalidad llama a tu puerta.

El anciano se acerca a la chimenea apagada sobre la que cuelga un gran óleo de su mujer, sobre una ostentosa urna metálica. En una esquina de la repisa hay una foto descansando encima de una modesta caja de madera. Primero acaricia con cariño la urna con los restos de su esposa. Cómo se alegraba de que no hubiese tenido que soportar toda aquella agonía. Luego, tembloroso, coge la fotografía, sin querer tocar la caja. Es una polaroid de una playa paradisíaca al atardecer en algún lugar tropical. En su característico marco blanco, un escueto «Perdóname» escrito con letra estilizada.

—Maldita niña… —murmura, con un nudo de rabia contenida en la garganta.

Que se fuese y renunciase a una prometedora carrera por aquellos absurdos ideales había sido duro. Demasiados años sin hablar con su única hija por culpa de la rebeldía juvenil y de un orgullo que seguramente había heredado de él mismo, porque su madre era una santa, que dios la tuviese en su gloria.

«¿Quién te mandaba a volver?».

Collins se deja caer en el sillón orejero, con una copa de whisky en una mano y la polaroid en la otra. Contempla la fotografía, ensimismado, con el mentón tenso y claras señales de embriaguez.

Aquella foto representaba su fracaso como padre, la frustración, la ira, la impotencia, la falibilidad. Todo junto y entremezclado.

Da un trago al vaso. El whisky le calienta, pero no le reconforta. La fotografía casi le quema en los dedos. La deja en una mesilla, junto a un revólver cargado con sus seis últimas voluntades.

El metal es frío en su mano, que contrapesa el arma con determinación. Es como si hubiesen desaparecido los temblores de la edad. Gira el tambor despacio, recreándose en cada clic que suena cuando una nueva bala ocupa la casilla de salida.

El sonido repentino del teléfono tensa todos los músculos de su cuerpo y está a punto de precipitar su final antes de tiempo. Pero no es su momento, no hasta que la encuentre, piensa, mirando la fotografía de soslayo.

—Habla. —Es lo único que dice cuando descuelga el teléfono de sobremesa, porque no hay nadie más que conozca este número.

—Parece que tenemos una pista, señor —contesta una voz fría y profesional al otro lado.

—¿Estás seguro?

—Casi al 100%, señor.

—Un casi no me sirve para nada.

—Tenemos a todo el equipo en su busca, no tardaremos en encontrarla.

Collins cuelga sin decir nada más. Tampoco hay mucho más que decir. Se acerca a duras penas hasta la chimenea y deja de nuevo la fotografía en su lugar, y el revólver colocado encima de la caja.

Pasan los días. Cada vez más plúmbeos. Cada vez más cuesta arriba. La casa se le cae encima y es demasiado viejo para tantos metros cuadrados. Ya ni se molesta en tratar de poner orden, y solo recibe la visita de la compra que le hacen por la web.

La rutina se vuelve una gruesa soga que ata el dormitorio, la botella de whisky, la fotografía y la pistola. Las tardes se suceden entre la dicotomía de acabar con todo o liarse a tiros desde el balcón cuando dan las 8. Solo la determinación que encierra aquella foto impide que cometa una locura; todavía.

Ha memorizado hasta el último detalle. El grosor de la arena blanca, la palmera doblada, casi horizontal, el agua dolorosamente cristalina y aquel sol anaranjado que escuece solo con mirarlo.

El siguiente ring del teléfono le encuentra mirando fijamente aquella foto con lágrimas en los ojos. Está en el suelo, apoyado en la pared, con un caos de cristales y objetos destrozados alrededor. Por suerte puede alcanzar el teléfono con el bastón.

—Habla.

—La tenemos.

—Prepáralo todo y avísame cuando esté listo el jet.

—No va a ser sencillo, señor. Con las fronteras cerradas al menos tardaremos un par de semanas en mover los hilos suficientes para…

—Sabes lo importante que es esto. —Un elocuente silencio como única respuesta a lo que no era una pregunta en absoluto. —Tienes 5 días.

La siguiente llamada llega cuatro días después, instándole a tenerlo todo preparado para la siguiente medianoche.

El señor Collins emplea las horas que le quedan en afeitarse y elegir su mejor traje. Cuando tocan a la puerta, solo lleva consigo la fotografía, la modesta caja de madera, sus guantes y la mascarilla. Otro maldito recordatorio del que no puede desprenderse, aunque quiera con toda su alma.

El vuelo clandestino sale amparado por una noche sin luna desde un aeródromo desierto. Al menos sí que hay algo que todo su dinero ha podido comprar. Un viaje demasiado largo para sus huesos y un trayecto en todoterreno por en medio de ninguna parte, atravesando aldeas donde mujeres curtidas muelen cereales y miran curiosas el convoy.

Collins no abre la boca ni una sola vez, con los ojos fijos en la fotografía. Sus hombres respetan el silencio, por la cuenta que les trae. Solo se atreven a romperlo cuando el coche por fin se detiene.

—Hemos llegado, señor.

Cuando el anciano se baja, el sol le golpea en los ojos, a pesar de estar atardeciendo. Tras acostumbrarse a la luz, es otra imagen la que le golpea. Aquel asentamiento solo consta de unas pocas chozas de pescadores, una precaria enfermería y un batallón de moscas y mosquitos. Es completamente desolador.

—¿Dónde está?

Sin mediar palabra, un hombre estirado, con pinta de contable, le sujeta del brazo y le acompaña por un sendero que va hacia el mar. Y entonces la ve: la palmera doblada, casi horizontal, el agua dolorosamente cristalina y aquel sol anaranjado que escuece solo con mirarlo.

El hombre le ayuda a sentarse en la palmera y se retira respetuosamente, regresando por donde han venido.

Cuando está solo, Collins deja la caja a un lado y levanta la fotografía, haciendo que ambos soles encajen a la perfección.

Las olas de la orilla comienzan a lamerle los zapatos. El viejo se los quita con dificultad, como un acto reflejo, y la sensación del agua fría entre sus dedos le reconforta. El aroma que trae la brisa marina es agradable y le transporta a recuerdos de su infancia en Edimburgo, en los escasos días soleados junto al muelle.

Se pasa horas con los ojos cerrados, abandonado a aquella sensación casi olvidada. La paz tranquila, la libertad, la sencillez de dejarse abrazar por el momento. En ese preciso instante entiende la importancia de atesorar esos recuerdos y lo difícil que es vivir cuando ya no están.

—Por qué tuviste que volver…

—Hola. —La voz cargada de acento le saca de su ensoñación.

Al abrir los ojos, se encuentra con un niño cuya tez oscura contrasta con el blanco de la arena. Viste una camiseta de los Glasgow Warriors que le queda como un saco. Hasta en eso su hija le llevaba la contraria.

—¿Eres el papá de Carol?

Collins está a punto de preguntar cómo lo sabe, pero se calla al darse cuenta del claro contraste de su piel.

—Tienes los ojos como ella. —El anciano contiene una carcajada ante la observación del pequeño—. ¿Sabes dónde está? La echo de menos.

—Tuvo que volver a España porque hay unos bichos muy malos y ella quería ayudar.

—Aquí también hay bichos malos… ¿Volverá pronto?

—Nunca se olvidaría de esta aldea, pequeño. Os quería mucho, ¿sabes? Por eso me pidió que guardase esto en su sitio favorito.

El niño mira la caja y asiente con gravedad, como un adulto.

—¿Le echas una mano a este viejo cascarrabias? —El niño sale corriendo, ante la sorpresa de Collins, que se arrodilla a duras penas y comienza a escarbar un agujero en la arena con los dedos.

Al cabo de un rato, el niño vuelve corriendo con algo entre las manos. Es una especie de remo de madera, decorado. Sin mediar palabra, el niño se arrodilla y le ayuda a ensanchar el hoyo con el remo.

Collins coge la fotografía y le da un beso, justo antes que el sol de verdad se pierda en el horizonte. Luego, abre la caja de madera y mete la fotografía junto a las cenizas de su única hija, cubriéndolo todo con arena.

Después de ayudarle a levantarse, el niño le ofrece el remo.

—Carol me ayudó a decorarlo. Así tú tampoco la olvidarás.

Un entrecortado «gracias» es lo único que alcanza a articular el viejo, antes de que el muchacho vuelva a desaparecer entre las chozas.

Cuando Collins llega de nuevo al coche, prácticamente ha anochecido. El contable le ayuda a meterse en el todoterreno.

—¿Todo bien, señor?

—Ahora entiendo por qué lo dejó todo para venir hasta aquí y lo mucho que debió de costarle abandonarlo. —El contable se sienta junto a él y asiente, respetuoso. —Llevo demasiado tiempo encerrado, Trevor, desde mucho antes de que comenzase esta pandemia. Empeñado en olvidar a qué sabe el mundo de verdad. Dándole la espalda a sus colores, a su olor, a su tacto, cuando otros ni siquiera han podido disfrutarlos.

El contable le hace una señal al chófer para que ponga el coche en marcha.

—Será mejor que descanse, señor. El viaje de regreso va a ser largo.

—No pienso permitir que nadie más olvide esa sensación. Nunca más. —murmura el anciano, mientras sus dedos temblorosos repasan la textura del dibujo grabado sobre el remo, una luna plateada, menguante y sonriente.

Un relato de Fernando D. Umpiérrez

A partir de la premisa de @ataman1982:
«Una foto salvó mi vida».

«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.

Banda Sonora Opcional: Pictures of you – The Cure

Publicado por Fernando D. Umpiérrez

Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...