Como el cascarón de un fruto seco
Fernando D. Umpiérrez el 24 de agosto de 2022
Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.
El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.
La publicación de esta antología se está convirtiendo en una sucesión de benditas casualidades, desde su concepción. Y esta es una de ellas, ya que quien me propuso la premisa de la que parte este relato —«El frikismo que hemos vivido»— se casa justo el próximo sábado, 27 de agosto de 2022. Y qué mejor manera que felicitar a @pcorizq por tan bonito día, que agradeciéndole su contribución a este proyecto.
Pese a que la premisa me dio, en aquel entonces, para escribir esta reflexión no demasiado halagüeña de la situación mundial, también podría servir como frase resumen de nuestra adolescencia, así que va por ti, Peibol.
Como el cascarón de un fruto seco
En diciembre de 2019 se detectó en Wuhan, capital de la provincia de Hubei, una enfermedad nueva ocasionada por el coronavirus 2 del síndrome respiratorio agudo grave. A esta enfermedad se la conoció como COVID19.
El 11 de marzo, la OMS la reconoció como una pandemia global y, tres días después, el Gobierno español decretó la entrada en vigor del estado de alarma en todo el territorio nacional, tras la rápida proliferación y el incremento de fallecidos, primero en China y luego en Italia.
Pero esto no es una clase de historia, aunque estos hechos ya hayan pasado a la historia. Esto es una reflexión, algo un poco diferente al resto de relatos que constituyen esta pequeña colección, que nació como un reflejo ficcionado de nuestra naturaleza frente a un suceso que se nos ha hecho grande a todos y que a algunos también nos ha hecho un poco más mayores.
La cuarentena es algo a lo que no estamos acostumbrados como especie, a pesar de vivir encerrados en oficinas, casas, vehículos o discotecas la mayor parte del tiempo. Somos animales de costumbres y estamos habituados a tener la posibilidad de estar al aire libre, aunque cada vez la usemos menos. Pero, siendo también criaturas contradictorias, cuando nos privan de esa posibilidad, nos revolvemos.
El confinamiento potencia nuestra naturaleza y las paradojas de nuestra manera de vivir, como sociedad y como personas, y tiene la gran virtud de mostrarnos las costuras del traje nuevo del emperador.
Antes incluso de decretarse el estado de alarma, corrimos a los supermercados a avituallarnos de provisiones en forma de papel higiénico. Como cuando la Guerra Fría y los búnkeres antinucleares, pero en meme.
A partir de ahí, la realidad nos ha pasado por encima cual apisonadora, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero viéndolo todo desde una trinchera acolchadita en la mayoría de los casos.
Sanitarios, limpiadores, riders, cocineros y un largo etcétera de géneros diversos se parten la crisma por contener una enfermedad que apenas entendemos. Luchando contra los latigazos del pasado en forma de recortes, supliendo el escaso material y las precarias condiciones, con una voluntad férrea y un espíritu colectivo que sobra en todas partes. Mientras, otros se empecinan en lanzarse los cuchillos desde hemiciclos y balcones, en difundir mentiras a diestro y siniestro, supongo que por la nostalgia del bar en el que ya no pueden ir a echarse el carajillo.
Solo en las dos primeras semanas de confinamiento se perdieron 500.000 puestos de trabajo. Medio millón de personas a la calle en quince días. Esto debería hacernos cuestionar la sostenibilidad de nuestro sistema económico, pero, cómo va a ser eso. Compra, compra, compra. Gasta, gasta, gasta. Produce, produce, produce. Hay que seguir alimentando a la bestia para volver lo antes posible a una nueva normalidad que sea idéntica a la antigua, pero diferente.
En fin, estas son solo algunas patas de la mesa y que forma parte del frikismo que hemos vivido.
Con el paso de los días fuimos testigos de un sinfín de disparates de lo más florido. Desde disfraces variopintos y paseos con peluches para burlar la cuarentena, hasta escaparates de nuestra vida convertidos en salas de fiestas, palcos de teatro o escenarios improvisados para nocturnas serenatas. Tribunales donde jueces, jurados y verdugos dictaban y ejecutaban sentencias sin molestarse en escuchar los alegatos. Los mismos jueces que luego rompían la ley a la mínima de cambio. Porque no olvidemos que somos animales de costumbres, y estamos acostumbrados a la doble moral y a la picaresca.
Y es que una de las cosas que ha imperado durante esta época es la hipocresía, manifestada en sus más diversas formas. De quienes con una mano se pasaron años dando hachazos a la sanidad pública, mientras con la otra señalan ahora a quienes intentaban poner parches con astillas para que no se hunda el barco, tildándoles de asesinos para arriba. De quienes aplauden religiosamente a los sanitarios a las 8, pero les dejan a las 11 una nota en el portal, invitándoles a que duerman en el coche, ya sabes, por su seguridad. Personas que se llenan la boca con la guerra que libran desde la retaguardia, insultando por omisión a quienes llevan años muriendo en una de verdad, ya sea contra armas, hambre o elementos. Los mismos que luego les cierran las fronteras. O de quienes blasfeman contra los que se saltan el encierro, acusándoles, con razón, de un egoísmo desmedido, de ser los responsables del desastre que está por llegar, de más muertes, más contagios, más confinamiento. Eso sí, cuando les dan la mano se cogen todo el brazo, porque las normas están para romperlas, porque tampoco es para tanto, porque a mí nadie me dice cuántas copas de vino me puedo o no beber. Porque, si de algo ha servido esta pandemia, es de espejo en el que reflejar nuestras vergüenzas.
Nos hemos dado cuenta de que, quitando el ruido diario de la ecuación, lo que queda es el silencio del vacío. Un vacío que hay que llenar con otro ruido diferente, con retos virales, con clases de yoga cuando no hemos usado una esterilla en nuestra vida, haciendo pan casero mientras seguimos pidiendo chino por teléfono. Cuando se impone el tiempo libre para estar con uno mismo, a lo mejor nos encontramos con que la vida que hemos construido es como el cascarón de un fruto seco: duro, vacío e inservible, una vez que se consume lo de dentro.
Entonces llega el aburrimiento, que es a la empatía, como el papel a la piedra: siempre gana sin tener claro por qué.
Nos lanzamos a llenar la cáscara y el tiempo de cualquier forma posible. Consumiendo series, libros, cómics y películas como nunca antes en la historia, pero olvidándonos de que detrás de esos productos culturales también hay personas cuyo futuro es absolutamente incierto, pero que también siguen ahí, al pie del cañón. Y que no se les ocurra protestar por no tener ninguna ayuda para poder seguir viviendo mientras hacen malabares. Qué egoístas estos artistas, ¿es que no piensan en los muertos?
Si nos aburrimos de la ficción, siempre podemos volver a la realidad, aunque sea a través de una pantalla. Al contacto con otros seres humanos, a sentir y compartir con los demás, aunque los demás no tengan muchas ganas. Porque, joder, si no pueden salir de casa, ¿qué otra cosa van a hacer, además de entretenerme? Así entramos en el bucle de cuadrículas de gente incómoda obligadas a llenar silencios más incómodos aún, en un medio diseñado para conferencias puntuales, no para charlas distendidas donde chistes y silencios sean compatibles. Y vuelve a ganar el papel sobre la piedra.
Luego está el otro platillo de la balanza. El darnos cuenta de que ya vivíamos en un confinamiento permanente antes de la cuarentena. De que nuestra vida se reduce a cuatro paredes y un universo interior sellado a cal y canto, mirando la realidad desde la barrera, juzgando sin querer ser juzgados, anhelando poder sentir la lluvia, pero sin querer que nos empape.
Y protestamos, por supuesto que protestamos, con una lista detallada con lo dicho anteriormente en estos párrafos, aunque con el tiempo esas protestas se convierten en miedo. Miedo a las relaciones personales, a que nos vuelvan a hacer daño, a tener que fingir lo que no somos, ni queremos ser. Miedo a una enfermedad que no entendemos, a que la seguridad que conocemos se haya volatilizado en nuestra ausencia, a abrir las puertas a una realidad ajena. Conflictos generacionales reducidos de décadas a meses. Una cadena perpetua en la que todos somos Brooks Hatlen en potencia.
La realidad se empeña en aporrear insistentemente en nuestra puerta y nosotros nos escondemos detrás de los cojines del sofá con una recortada, siendo conscientes de nuestra propia vulnerabilidad. ¿Qué pasará cuando se vuelva a poder salir al mundo? ¿Qué excusa pondremos para quedarnos rezagados? Vayan yendo ustedes, que yo ahora les alcanzo.
Aún, así, nos aferramos a estos problemas del primer mundo para no tener que pensar en lo que vendrá luego. Para obviar la crisis económica que pondrá la sociedad patas arriba. Para no tener en cuenta a quienes han pasado por lo mismo que nosotros, pero desde una casa sin ventanas, o quienes ni siquiera se podían permitir el lujo de una casa. Gente que tiene el enemigo durmiendo en su almohada. Gente que sigue muriendo en guerras olvidadas, por enfermedades contagiosas para las que sí existen vacunas, tan antiguas como el hambre, que tampoco ha dejado de matar.
Y nos llevamos las manos a la cabeza cuando nos apuntan con el dedo.
Lo paradójico es que nos acostumbraremos a esta nueva realidad mientras no toquen lo nuestro. Porque la ignorancia y el ombligo siempre han sido nuestros mejores aliados.
Somos animales de costumbres, criaturas contradictorias. El verdadero frikismo que hemos vivido, es que nos hayan tenido que encerrar para darnos cuenta de ello.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
A partir de la premisa de @pcorizq:
«El frikismo que hemos vivido».
«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.
Banda Sonora Opcional: Do the evolution – Pearl Jam
- Categoría: Esto lo contamos entre todos, Relatos cortos
- Etiqueta: frikismo, humanidad, inspiración, reflexion, superación
Publicado por Fernando D. Umpiérrez
Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...