Una visita inesperada
Fernando D. Umpiérrez el 22 de junio de 2022
Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.
El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.
Con este relato me dejé poseer —sin estar a su altura, vaya osadía—, por el espíritu de las grandes obras de humor surrealista sacadas de Mundodisco o la Guía del Autoestopista Galáctico. Me lo pasé pipa escribiendo esta locura, y todo gracias a la disparatada premisa que me ofreció @sarayg4: «Domingo de Resurrección, día 33 de cuarentena. Mira por el balcón y a lo lejos ve un haz de luz que ilumina todo el cielo… ¿¿será Jesucristo?? Las luces de casa parpadean, mira de nuevo y ve algo alargado y metálico sobrevolando el mar…».
¿Cómo no iba a terminar saliendo algo tan surrealista?
Una visita inesperada
Domingo de Resurrección, día 33 de cuarentena. Mira por el balcón y a lo lejos ve un haz de luz que ilumina todo el cielo… ¿Será Jesucristo? Las luces de casa parpadean, mira de nuevo y ve algo alargado y metálico sobrevolando el mar.
Ojalá que sea Jesucristo. El número de juegos reunidos que es capaz de enseñarle al gato se está reduciendo dramáticamente. Y además está cansada de perder.
El objeto plateado avanza rápido, lo que tiene sentido por la forma de supositorio. Luego piensa que tal vez debería haberlo comparado con la aerodinámica de un proyectil o algo así, pero es que ella tampoco tiene mucha idea de balística y prefiere no meterse en esos berenjenales. En cambio, sabe perfectamente lo rápido que entra un supositorio con el ángulo correcto, por motivos que no vienen al caso y que a usted no le importan para nada, señor mío. Mira que hay que ser entrometido.
—Chester Bennington, ven aquí, anda. Mira esto.
El gato atigrado de pelo largo levanta la cabeza de sus testículos como si no tuviese suficientes cosas que hacer durante el día, para que encima le estén interrumpiendo con chorradas. Por supuesto, no hace un mínimo gesto que dé a entender que el más que probable primer contacto con una civilización extraterrestre tenga, para él, una prioridad mayor que lamerse las pelotas.
—Qué mal ganar tiene este gato…
Vuelve a prestarle atención al supositorio plateado. Lo cierto es que ha visto tantas cosas disparatadas a lo largo de esta cuarentena, que ya pocas le sorprenden: hordas enfurecidas para hacerse con el último rollo de papel higiénico, escasez de levadura en los supermercados por el «Panaderogate», mascarillas hechas hasta con las cortinas del baño, tiranosaurios sacando la basura, drones sacando al perro, perros sacando la basura, gatos atravesando un campo minado de cosméticos, gatos haciendo trampas al backgammon… Y eso por no hablar de los volcanes en erupción y los asteroides pasando de cerquita. Todo esto al ritmo de unos negros meneando con flow un ataúd. Ya solo faltaban los avistamientos extraterrestres. Pues ea, ahí los tienes.
La cosa aquella se para justo delante de su balcón —vaya, qué sorpresa— y se vuelve traslúcida con un ruidito, así como de espada láser al más puro estilo Industrial Light & Magic.
Si E.T. el Extraterrestre era lo más parecido a una mierda con ojos que podría hacer creado Spielberg, lo que sale del interior del supositorio es más bien como una especie de ornitorrinco extrañamente fotogénico.
—Tú no tienes pinta de Jesucristo…
—Cuac —suelta el intento de pato mutante, asomando la cabecita a través de una abertura.
«¡Ya no saben que inventar para salir a la calle!», grita de repente un jubilado desde su balcón. «¡Hashtag quédate en casa!», apuntilla a gritos un barbudo, agitando un gintónic desde detrás de un DJ set sacado del rodaje de Encuentros en la Tercera Fase.
—Más le vale tener «los permiso» firmados, o le va a caer un puro del tamaño del trasto ese. —sentencia su vecina Paquita desde el 2ºB.
—¡Métase para dentro, señora, que la placa y la pistola no se la traen hasta el jueves! ¿No ve que estamos en medio de una abducción? —Las huronas siempre le han caído un poco gordas.
Chester decide encaramarse a la ventana ante tanto revuelo, porque él quiere, no porque se lo haya dicho aquella loser de las damas. Pero deja que le acaricie el lomo, para dejar claro quién manda allí.
—Mira majo, si quieres que te llevemos frente a nuestros líderes o algo de eso, no podías elegir peor momento. No sé si te has enterado, pero nos pillas en medio de una pandemia planetaria y están todos ocupados peleándose por ver quién da más puto asco.
—Cuac.
—No es que esté yo muy al tanto de la coyuntura sociopolítica actual, pero acabo de hacer rosquetes —dice, acariciando a Chester—. ¿Tu especie es de cortaditos?
El pseudoornitorrinco picotea un poco del plato que le acaba de poner delante. Otra cosa hubiese estado fuerísima de lugar, porque de verdad que los rosquetes le han quedado estupendos.
—Entonces, ¿vienes a dominar el mundo o por placer?
—Cuac.
La relación ya se está estancando y solo acaba de empezar.
—Mira, lo primero es pensar un nombre en condiciones, porque vale que estemos en medio de un relato posapocalíptico, pero no soporto a esos escritores perezosos que no se molestan en ponerle nombre a sus protagonistas— dijo ella.
—Cuac.
—Vale, como quieras. Te llamaré Cuac Bellamy.
En realidad, Cuac Bellamy no era más que un rider interplanetario que se había confundido de dirección. Lo que intentaba preguntarle desesperadamente era por dónde quedaba Robledo de Chavela, pero los humanos éramos incapaces de distinguir las diecisiete millones de entonaciones diferentes de cuac de las que constaba su lenguaje, lo que hacía la comunicación francamente complicada. Así que se queda sin saber lo lejos que está de Robledo de Chavela.
Su especie había descubierto hacía milenios la existencia de un pequeño planeta habitable en un sistema solar situado cerca del Ala de Orión. Desde aquel momento pusieron a sus mejores científicos a calcular la manera y momento evolutivo más apropiados para hacer contacto.
La primera gran incursión llegó a lo que hoy es Nueva Gales del Sur, en un viaje solo de ida. Aquello fue hace 110 millones de años, porque a uno de los del departamento de cálculo se le olvidó llevarse una.
Una vez subsanado el error, un segundo destacamento había aterrizado simultáneamente en Nazca, Arizona, Salisbury, Nilo y Robledo de Chavela, cerca de Madrid. El problema es que toda la humanidad estaba confinada. Los pocos que miraban por la ventana lo hacía para abajo, a ver si pillaban a alguno saltándose la cuarentena, por lo que aquel acontecimiento histórico pasó más bien desapercibido. Estaba claro que lo del timing no era lo suyo.
Después de tres semanas de preguntar por calles desiertas y recibir siete multas por saltarse el aislamiento, la comitiva desistió y montó campamentos improvisados, pero no habían calculado bien los víveres —cómo no—, así que optaron por pedir pizza cuando asumieron la derrota.
Lo cierto es que Cuac Bellamy podría haber llamado directamente al cliente a través de la app para confirmar la dirección, pero la última vez le había puesto solo dos estrellas y, entre lo que le pagaban y que no hay pizza que aguante caliente un viaje de 17 años luz, pues total, bien podían esperar un poco más. Además, era verdad que los rosquetes estaban cojonudos.
—Oye, Cuac, ¿a ti te gustan los juegos reunidos?
Miércoles de Ceniza, día 341 de cuarentena. Mira por el balcón mientras toca el teclado con una mano, cuando en la calle se produce un fuerte estruendo… ¿Qué será esta vez? Las luces de casa parpadean, mira de nuevo y ve algo fusiforme y ondulado que levanta todo el pavimento.
Chester tira el tablero de un zarpazo frente a Cuac. A ese puto bicho no hay manera de ganarle un juego de la oca.
El objeto sale del agujero con facilidad, lo que tiene sentido por la forma de exprimidor de zumos y dejemos ya el temita de las comparaciones, a ver si vamos a tener el día.
Del interior emerge una criatura que es como una salamandra después de una resaca.
«¡Esto lo paramos entre todos, subnormal!», grita el que cogió el primer vuelo que salía desde el epicentro de la pandemia, para quedarse encerrado en su casa de la playa.
—¡Miren, chicos, por fin seremos suficientes para echarnos un parchís!
En realidad, el tripulante de aquel extraño artilugio pertenece a los primeros colonizadores del planeta. Una raza que habita desde hace milenios en una Tierra Interior cerca del núcleo y que, ante la aparente tranquilidad del último año, ha decidido asomar la cabeza a ver qué pasa.
Pero eso no es, ni de lejos, lo más surrealista de todo el asunto.
¿Qué probabilidades hay de que justo esa misma mañana acabe de hacer dos bandejas de rosquetes?
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
A partir de la premisa de @sarayg4:
«Domingo de Resurrección, día 33 de cuarentena. Mira por el balcón y a lo lejos ve un haz de luz que ilumina todo el cielo… ¿¿será Jesucristo?? Las luces de casa parpadean, mira de nuevo y ve algo alargado y metálico sobrevolando el mar…».
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Banda Sonora Opcional: Black – Pearl Jam
- Categoría: Esto lo contamos entre todos, Relatos cortos
- Etiqueta: abducción, avistamiento, Ciencia Ficción, comedia, extraterrestre, Humor, Microrrelato, ornitorrinco, pato, visita
Publicado por Fernando D. Umpiérrez
Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...