La aventura de Babel

Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.

El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.

Como todas las cosas en las que se mete mi querida amiga @Rebeca_de_winter, su premisa: «Desconocidos obligados a convivir durante la cuarentena, sin reglas, rollo Señor de las Moscas», era un reto creativo, y un marrón a partes iguales. Y con todas las ganas del mundo me metí en este brete. 

Muchos se quejaban (algunos con razón) de lo complicado que era no poder salir de casa. ¿Pero qué pasaba con quienes se quedaban sin casa de la que poder salir? Aquí me meto en el fregado de reflexionar a ese respecto a modo de aventura en la gran ciudad.

La aventura de Babel

El sonido del portón cerrándose a sus espaldas arrastraba una mezcla de alivio e incertidumbre.

Kaled cogió lo poco que tenía y miró a aquella cárcel no-cárcel en la que llevaban cuarenta y cinco días encerrados, a pesar de que la ley no permitía una retención de más de treinta. Pero qué más daba, solo eran pobres que se habían jugado la vida para llegar hasta allí buscando una vida mejor.

Resultaba irónico que un virus consiguiese en una semana lo que campañas y asociaciones pro derechos humanos no habían podido lograr en años. Sería hasta divertido si tuviesen algún otro sitio a donde ir.

El grupo de chicos de diversas nacionalidades e idéntico destino incierto se arremolinaba en la calle con una pregunta en la mirada: «¿Y ahora?».

A Kaled le sonaban algunas caras, pero solo de cruzarse en los pasillos o en el comedor. Eran los últimos «huéspedes» de aquella casa de locos que habían clausurado por riesgo de contagio. Les llamaban MENA, aunque ellos hubiesen preferido el apelativo de personas.

El grupo se fue disolviendo poco a poco. Los más afortunados tenían familiares por la zona o algún tipo de alternativa habitacional, pero muchos otros, entre los que se encontraban Kaled y su hermano Mazen, habían quedado abandonados a su suerte.

—Vámonos de aquí —dijo Mazen, mirando el edificio con la misma expresión amarga.

Empezaron a caminar con el mismo rumbo incierto al que ya se habían acostumbrado desde que dejaron Alepo a sus espaldas, hacía una eternidad. Cuando Kaled echó la vista atrás, se dio cuenta de que tres de los chicos les seguían, recelosos. El mayor no tendría más de dieciséis. Kaled les saludó con la cabeza y se presentaron, con una mezcla de francés, español e inglés chapurreado, con el que más o menos se hicieron entender. Akem era el mayor, o al menos es lo que se intuía de su altura y sus fuertes hombros marfileños; Ebrima, era callado y su profunda mirada dejaba entrever un sinfín de cicatrices, y Youssef, pequeño y vivaracho, tenía una chispa trabajada a golpe de zocos y riads.

Ninguno conocía la ciudad, así que deambularon por callejuelas insólitamente desiertas, dejando atrás un río con apenas dos palmos de agua y zonas verdes clausuradas. Las calles se iban ensanchando cuanto más se acercaban al centro, pero trataban de evitarlas todo lo posible, huyendo de controles policiales y miradas inquisidoras.

Pasaron horas de caminata con su escasa vida a cuestas, asombrados de la ciudad dormida sobre la que iba avanzando un día interminable. A medida que pasaba el tiempo, su incomodidad se acrecentaba. Los edificios eran cada vez más ostentosos y las banderas se acumulaban como testigos poco amistosos de algún tipo de conflicto que les era ajeno. Un grito desde las alturas les hizo apurar el paso con angustia y adentrarse en una zona menos poblada, rodeados de lo que parecían museos y edificios gubernamentales.

Anochecía cuando alcanzaron una avenida un poco más amplia y escucharon ruidos acercándose, como una horda de robots desacompasada. A lo lejos, un grupo bastante numeroso caminaba hacia ellos enarbolando banderas rojigualdas y golpeando cacerolas y señales de tráfico con palos de golf. Mientras, al otro lado de la avenida, un furgón de la policía aparcaba perezoso, a bastante distancia y sin demasiadas ganas de intervenir. Estaban atrapados y sin escapatoria, entre la alta cuna de pocas luces y los destellos azules de la ley.

Frente a ellos se alzaban verjas altas como las montañas de una isla tropical. Youssef les señaló aquella valla, apremiándoles a escalar hacia lo desconocido, esta vez sin el temor de concertinas. Aunque al principio se mostraron reticentes, todos sabían que era la única alternativa a un encuentro que terminaría con sus huesos en el calabozo o en el hospital.

El grupo cruzó la avenida tratando de esquivar la escasa luz de las farolas. Por suerte, un bando estaba ciego de ira y corto de miras, mientras el otro procuraba hacer oídos sordos, así que pudieron encaramarse sin ser vistos.

Al otro lado se extendía un jardín exuberante e infinito bajo el manto de la oscuridad creciente y apenas rota por farolas solitarias.

El pequeño Youssef salió corriendo hacia la entrada clausurada de aquel inmenso parque, aproximándose peligrosamente a las aciagas luces azuladas que lo teñían todo de peligro.

Al resto le pareció una locura, hasta que se dieron cuenta de que, en aquella zona, la verja se elevaba sobre un muro que ofrecía una mejor protección que los simples barrotes donde estaban agazapados, así que se apresuraron a seguirle.

Justo antes de la entrada había una minúscula caseta de guardián. Youssef se escabulló al interior cuando comprobó que estaba desierta, y asomó la cabeza tras la misma. En la cuesta que descendía al otro lado, los policías se distraían mirando el móvil y sacando selfies con la manifestación de fondo. No parecía que tuviesen mucha intención de sacar la porra a pasear, pero tampoco habían abierto la puerta del parque. Por el momento, la zona estaba despejada. Antes de salir, Youssef cogió un silbato brillante que alguien se había dejado olvidado en la caseta.

Cuando volvió con el grupo, que se escondía atemorizado detrás de unos arbustos, Youssef mostraba una sonrisa triunfal.

Kaled les hizo señas mudas para que se alejasen de todos aquellos peligros potenciales, así que se adentraron en el parque infinito, al abrigo de la luna llena.

Caminaban por una avenida ancha impregnada por el ligero aroma de rosales, cuando se encontraron con la imagen de una estatua grotesca sentada sobre un enorme pedestal. El hombre, desnudo y alado, tenía un rictus de angustia, azotado por sufrimientos oscuros y ancestrales. Los rayos de la luna endurecían las sombras a su alrededor, dándole a la escena un aspecto monstruoso, acrecentado por el puñado de velas encendidas y extraños símbolos que alguien había dejado al pie de la peana.

—¿Por qué sufrirá tanto? —preguntó Ebrima en inglés. Era la primera vez que abría la boca en horas.

—Le habrá mordido en el culo —respondió Akem con un marcado acento francés, señalando la serpiente de piedra que ascendía por la pierna de la estatua.

Los cinco se quedaron un momento en silencio, como hipnotizados, incapaces de apartar los ojos de la imagen, hasta que Mazen se acercó a coger algunas velas.

—¡No! ¡Mala suerte, mala suerte! —gritó Ebrima, apresurándose a interponerse en su camino.

—Necesitamos luz, Ebrima. Y calor.

Tras una breve discusión, Ebrima aceptó a regañadientes, pero se negó a tocar las velas, que se repartieron entre los otros cuatro. Cuando continuaron su camino, Ebrima aún se quedó un momento rezagado, murmurando algo en voz baja y con la vista clavada en aquella criatura marmórea.

A medida que se adentraban entre los caminos de tierra rodeados de arboleda, los escasos sonidos de la ciudad se amortiguaban, dando paso a un sinfín de ruidos que serpenteaban por los lindes a su paso. En un momento dado, a Kaled le pareció atisbar una pequeña figura agazapada detrás de un seto, de mirada penetrante y orejas puntiagudas, pero decidió atribuirlo al baile de las sombras proyectadas por las velas y al peso del cansancio.

El grupo abandonó pronto los caminos por seguridad, y al fin decidieron pasar la noche en el interior de un enorme seto que tenía un amplio espacio de tierra mullida. Tras limpiar lo mejor que pudieron el suelo de restos que prefirieron no examinar demasiado, se tumbaron para intentar dormir un poco.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —susurró Mazen, cuando los demás ya respiraban acompasadamente.

—Lo que siempre hemos hecho, Mazen. Sobrevivir. El cómo ya lo pensaremos mañana. —respondió Kaled.

—Echo de menos a mamá —dijo su hermano pequeño.

—Trata de dormir un poco.

Kaled se aproximó un poco más a Mazen y lo abrazó para darle calor y consuelo, mientras miraba la luna a través de las ramas del arbusto. Poco a poco, él también fue quedándose dormido con la sonrisa de su madre en la cabeza y lágrimas anegando sus mejillas.

Al día siguiente, todos se despertaron con el peso del hambre en el estómago. En seguida empezaron a discutir sobre qué hacer. Lo único que tenían claro es que ahí afuera había un virus que tenía a la gente encerrada en sus casas y a la policía en la calle. Con todo cerrado a cal y canto quedarse dentro del parque, aún con la posible seguridad que hubiese, parecía la opción más razonable.

Las discrepancias se hicieron patentes cuando llegaron al tema de la comida. Las voces y los idiomas se entremezclaban en un batiburrillo incomprensible a medida que se caldeaba el ambiente. El hambre podía gritar más alto que la razón.

Las voces quedaron inmediatamente ahogadas por un potente y agudo chirrido que hizo que todos se encogiesen y se tapasen los oídos con las manos. Todos, excepto Youssef, que se había dejado los pulmones soplando a través de silbato de la caseta del guarda.

—Uno a uno —dijo Youssef, señalando el silbato y pasándoselo a Akem.

—Seguro que hay animales que podemos cazar en un parque tan grande. Alguna zona con gansos o algo así —aventuró Akem.

Mazen le pidió el silbato para tener el turno de palabra.

—No podemos ponernos a cazar bichos como bestias. ¿O es que pretendes hacer un fuego en medio de la gran ciudad? —A pesar del sarcasmo, a Mazen no le faltaba razón.

—Tú lo has dicho, es un parque enorme en una gran ciudad —comentó Youssef, después de recuperar el silbato—. Seguramente haya kioscos o cosas así para turistas.

—Pero estarán cerrados —aventuró Kaled, tras pedir la palabra.

—¿Prefieres cazar patos? —respondió Youssef, sonriendo.

Después de ponerse de acuerdo, siguieron explorando el territorio, en busca de agua y comida. No tardaron en dar con un enorme lago, coronado por una arcada en medialuna que abrazaba una columna de varios metros sobre la que reposaba la estatua de un jinete a caballo.

El agua no parecía demasiado limpia, aunque se atisbaban una gran cantidad de peces bajo su superficie. Akem se quedó mirándolos con cierto anhelo.

—¿Tú sabes lo que han comido esos peces todos estos años? —preguntó Mazen, adivinando sus pensamientos.

Akem sacudió la cabeza y siguió caminando.

—¡Mirad! —Youssef empezó a dar saltitos de contento cuando vio un par de kioscos junto al lago.

Todos echaron a correr, solo para comprobar lo que ya habían supuesto; las casetas estaban cerradas con gruesos candados.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kaled.

Youssef se rascó la cabeza y tiró un par de veces de uno de los candados sin mucha convicción. Mientras, Ebrima se alejó un poco del grupo y se puso a rebuscar en una papelera cercana hasta encontrar una lata vacía de refresco. Luego se sentó en el borde de la acera y empezó a doblarla hasta partirla por la mitad. Con una piedra y mucho cuidado, consiguió extraer dos pequeños trozos de aluminio a los que les fue dando forma.

Los otros chicos se acercaron a él con curiosidad, rodeándole en silencio, maravillados con su destreza.

—Cuidado, no te cortes. —alcanzó a decir Kaled.

Cuando terminó, Ebrima inspeccionó el trabajo con ojo artesano. En sus dedos sujetaba dos rectángulos rudimentarios, cada uno con una especie de lengüeta que sobresalía en medio de uno de los lados más largos. Sin mediar palabra, se levantó y se acercó a uno de los kioscos. Con cuidado, Ebrima fue doblando cada una de las piezas envolviendo el arco del candado, hasta obtener la curvatura suficiente. Entonces, introdujo la lengüeta de cada rectángulo por el borde de los agujeros donde el arco se insertaba en el cuerpo del candado, una pieza en el eje de giro, y la otra en el alojamiento para el bloqueo. Cuando ambos trozos de aluminio estaban en su sitio, Ebrima juntó los dos lados cortos de cada rectángulo de aluminio, de tal manera que envolvían el arco por completo, como si lo abrazasen. Luego empezó a forcejear un poco con ellos hasta que se escuchó un ligero clic, al mismo tiempo que Ebrima sonreía por primera vez en mucho tiempo.

Los demás observaban, anonadados, al candado abierto y a Ebrima, alternativamente.

—Mi padre era cerrajero en Gambia y me enseñó un poco el oficio, antes de morir. —dijo con un arranque de vergüenza, ante la mirada inquisitiva de sus compañeros.

—¡Menos mal que te tenemos en el equipo, amigo! —exclamó Youssef, entre risas.

En el interior del kiosco encontraron un enorme surtido de provisiones, desde cortezas, hasta patatas fritas, frutos secos y golosinas. Los refrescos estaban calientes, pero agarraron todas las botellas de agua que pudieron. Mientras hacían acopio de los víveres, escucharon un zumbido extraño a sus espaldas. Al darse la vuelta, vieron cómo cruzaba el cielo un pequeño dron de vigilancia.

Rápidamente, los cinco se apelotonaron dentro del kiosco a oscuras y aguardaron en silencio.

—¿Crees que nos habrá visto? —le preguntó Mazen a su hermano.

—¡Calla, que nos va a oír! —masculló Akem.

—¿Pero esa cosa puede oír? —dijo Youssef.

Por si acaso, todos se callaron, conteniendo la respiración. Fuera aún se escuchaba el zumbido de las hélices del dron revoloteando alrededor. A veces más cerca, otras más lejos. Y cada vez hacía más calor dentro de la caseta.

No se atrevían a salir al exterior, aún después de un buen rato de no escuchar aquel desagradable zumbido, así que empezaron a comer en la penumbra, a pesar de que el calor les hacía sudar y les obligó a quitarse las camisetas.

—Creo que deberíamos buscar alguna fuente cuando salgamos —comentó Youssef.

—Toma —respondió Akem, pasándole una botella de agua.

—Si no lo decía por eso…—respondió, tapándose la nariz.

—¡Serás wùlu!

Ebrima no pudo evitar soltar una carcajada, mientras Akem le daba coscorrones a Youssef, de broma. Al poco rato, todos salieron del escondite dando bocanadas y riendo.

 

Los días pasaban con cierta tranquilidad, no exenta de tensión por la vigilancia continua de los drones y alguna que otra patrulla de seguridad. Sin embargo, el parque era muy grande y ellos estaban acostumbrados a enfrentarse a peligros mucho peores.

Gracias a las fuentes potables y los trucos de Ebrima sobrevivían y se mantenían aseados. Cada vez que cogían algo de comida, él se empeñaba en dejar algo en pago, a modo de trueque simbólico. A los otros les parecía una tontería, pero ninguno protestaba y todos aportaban lo que podían.

Con el paso de las semanas, los kioscos con candado en lugar de cerradura empezaron a escasear y alimentarse a base de chucherías no era una solución muy saludable. Los chicos empezaron a racionar los alimentos, y la idea de Akem de buscar algo que cazar fue cogiendo cada vez más forma, aunque las reticencias de los demás seguían muy presentes.

A medida que las reservas se iban reduciendo, la crispación y las tensiones en el grupo aumentaban, y los roces se hacían más frecuentes. Ya no reían como antes, e incluso habían vuelto a utilizar el silbato para tratar temas importantes, puesto que era imposible hablar sin que se pisasen los unos a los otros.

Por las noches, Kaled se quedaba hasta tarde contemplando las estrellas en un cielo cada vez más despejado, pensando en lo surrealista de la situación y en cuál sería su siguiente paso. De vez en cuando volvía a atisbar entre la maleza los ojos penetrantes y las orejas puntiagudas del primer día, pero no se atrevía a compartirlo con los demás por miedo a la burla o a que lo tomasen por loco.

En uno de aquellos duermevelas comenzó a oír un barullo a su alrededor. Cuando levantó la cabeza, vio dos bultos forcejeando en la oscuridad. Eran Akem y Youssef. Kaled se levantó de inmediato, alertando a los demás, que le ayudaron a separarlos.

—¿Qué pasa aquí?

—¡Pregúntaselo al ladrón este! —gritó Akem fuera de sí.

—¿Pero de qué hablas, imbécil? —se defendió Youssef.

—Vamos a calmarnos un poco, por favor —dijo Kaled, tratando de poner algo de calma—. ¿Por qué dices eso, Akem?

—Estuve contando la comida que nos quedaba y faltan varias bolsas. Este wùlu siempre está rondando por aquí y nunca se queja del hambre como lo demás, a pesar de ser tan pequeñajo. ¡Por eso nunca quiere que vaya a cazar!

—No quiero porque es una idea estúpida y atraerá a la policía. ¡Y deja de llamarme eso! ¿Tú qué sabrás el hambre que yo he pasado?

—¡Cállate, wùlu!

Akem y Youssef comenzaron a forcejear de nuevo, a pesar de la clara desventaja física del último. Todos se detuvieron de inmediato cuando Mazen hizo sonar el silbato del guarda.

—¿Queréis dejar de comportaros como críos? A ver, Youssef, ¿es verdad?

—¡Claro que no! ¿Para qué iba a hacer algo así? Además, no tendría dónde esconderlo, si estamos todo el día juntos…

—¡Mentira!

—¿Tienes alguna prueba de eso, Akem? —preguntó Ebrima.

—Bueno, no, pero…

Mientras seguían discutiendo, Kaled volvió a ver aquellos ojos penetrantes observándole desde la oscuridad.

—¡El duende!

Todos se giraron en la dirección que señalaba Kaled y entonces escucharon el inconfundible ruido del plástico estrujado y un rápido reptar entre la maleza. Los cinco chicos se lanzaron tras aquel ladrón sobrenatural. Las ramas y la noche sin luna les impedían ver demasiado, así que perseguían los crujidos a ciegas en la oscuridad.

En un claro iluminado por la luz de la ciudad vieron por fin al ladrón, justo antes de que trepase a un ahuehuete gigante y centenario. El duende en cuestión no era más que una ardilla enorme y peluda que sostenía una bolsa de anacardos, mirándoles divertida desde las alturas.

El árbol estaba rodeado de una verja alta que dificultaba el acceso, y las luces de la calle estaban peligrosamente cerca, así que los chicos desistieron rápido de tratar de recuperar los frutos secos y se alejaron del borde del recinto.

—Creo que alguien me debe una disculpa —dijo Youssef cuando ya se había vuelto a internar en la seguridad de los jardines.

Akem se paró en seco, masticando las palabras. El orgullo le impedía dar su brazo a torcer. De improviso, empezó a olisquear el aire como un sabueso.

—¡No te hagas el loco ahora, wùlu! —protestó Youssef.

—¡Calla! ¿No lo huelen?

Desde alguna parte comenzó a llegar un aroma como de carne asada que les hizo salivar automáticamente.

—Creo que viene de aquella zona —aventuró Akem.

Los cinco se adentraron en una parte menos frondosa, con cuidado de no hacer mucho ruido. El aroma era cada vez más intenso. Un poco más adelante, una luz anaranjada rompía las tinieblas de la noche.

Al acercarse, se encontraron ante una magnífica edificación completamente transparente que dejaba ver el interior, diáfano y vacío, a través del cual podían distinguir la luz anaranjada que bailaba al otro lado, reflejada por los vidrios. Cuando bordearon aquel palacio de cristal, descubrieron una gran entrada rodeada de columnas, y unas escaleras de piedra que descendían desde la puerta y se perdían en las profundidades de un pequeño lago. En el lateral había una rampa de acceso metálica, más reciente, y, bajo ella, una especie de campamento improvisado, lleno de cartones, botellas y alguna jeringuilla. El campamento parecía desierto y, entre él y el lago, varias ardillas empaladas descansaban sobre una fogata.

Haciendo caso omiso a la prudencia, los chicos se abalanzaron sobre los estiletes, presa del hambre, y comenzaron a pasarse la jugosa carne con avidez. Hacía demasiado tiempo que no comían caliente y aquello les estaba sabiendo a gloria.

—¡Qué coño estáis haciendo, cabrones! —De la oscuridad salió un tipo andrajoso con la mirada inyectada en sangre y una larga barba.

Los chicos, aterrados, dejaron caer los restos de la cena y echaron a correr, perseguidos por el vagabundo. Bordearon el lago y atravesaron un pequeño bosque hasta salir a una avenida amplia. El aire les ardía en los pulmones, mientras seguían corriendo avenida arriba tratando de dejar atrás al vagabundo.

Cuando se dio cuenta de que el parque se acababa, Kaled giró bruscamente a la derecha, seguido del resto del grupo. Pronto dejaron atrás una casita rodeada de agua, llegando a una pequeña montaña por la que ascendía un camino de tierra. En lugar de seguir el camino, los chicos se agazaparon en una hendidura junto a una cascada artificial, ahora seca, tras unas enredaderas que caían desde la parte superior de la colina. Con la respiración contenida, esperaron en silencio. Al poco tiempo, escucharon el resuello del hombre, que se acercaba.

Kaled cerró los ojos, abrazando a su hermano con fuerza. Casi podía oler el hedor del vagabundo al otro lado del manto de enredaderas.

—¡Como os pille, os voy a arrancar las tripas, hijos de puta!

Todos escucharon al hombre subir por la colina y bajar al poco tiempo, dándose por vencido.

—Putos críos del demonio… —le escucharon maldecir mientras se alejaba, de vuelta al campamento. Aún pasaron muchos minutos antes de atreverse siquiera a respirar con normalidad.

Antes de salir de su escondite, Youssef notó una piedra suelta con el pie. Aquella hendidura parecía más antigua y desgastada que el resto de la montaña, y la piedra, plana y rectangular, tenía un extraño símbolo grabado en la parte superior, que Youssef solo pudo palpar con sus dedos en la oscuridad.

—¿Qué es eso? —preguntó Kaled.

—No lo sé… —respondió Youssef apartando la piedra.

Debajo había un hueco de medio metro de profundidad, vacío al tacto del muchacho. Pero, movido por una extraña intuición, siguió palpando las paredes con una determinación febril, hasta que encontró otra piedra, con una rugosidad ligeramente diferente al resto que formaban aquel pequeño pozo. Al retirarla, sus dedos tocaron un bulto de tela que le hizo apartar la mano de inmediato.

—Aquí dentro hay algo…

Akem, mayor y de brazos más largos, lo apartó y alargó la mano hacia la zona que le indicaba el joven marroquí. Al sacarla, tiraba de un saco antiguo de arpillera.

Los chicos abandonaron el lugar con aquel descubrimiento, temerosos de que el vagabundo regresase, y se internaron de nuevo entre los jardines frondosos, dejando atrás los bordes del recinto.

Cuando encontraron un lugar seguro y con algo de iluminación, se reunieron en círculo alrededor del viejo saco. Dentro había otra tela, una especie de pañuelo delicado que envolvía algo pesado e informe. Kaled extrajo con cuidado el envoltorio y lo desplegó. Diez pares de ojos se abrieron como platos, y cinco bocas le fueron a la zaga. Dentro de aquel pañuelo, había un sinfín de joyas y monedas de oro y plata, con un escudo por un lado y un perfil coronado y con gorguera por el otro.

—¡Somos ricos! —exclamó Youssef, que empezó a dar brincos de alegría alrededor de los demás. Los otros no tardaron mucho en unirse a la celebración, bailando y riendo alrededor del tesoro recién descubierto.

Pasaron el resto de la noche repartiendo el botín en cinco partes iguales, e imaginando qué harían con ellas. La primera idea de todos fue volver con sus familias, aunque los rostros de Kaled, Mazen y Ebrima se ensombrecieron un poco al ser conscientes de que ya no quedaba familia con la que volver.

—No preocupar —dijo Akem, que le había pasado un brazo por encima a Youssef con complicidad—. ¡Ahora nosotros somos familia!

El amanecer les sorprendió tras una noche agotadora y cargada de emociones. Kaled se despertó el primero, cuando algo golpeó su pierna y los rayos del sol teñían todo de rojo a través de sus párpados.

Al incorporarse, observó, extrañado, un balón que descansaba a su lado. Al mirar alrededor, se encontró con un niño rubio que le miraba ladeando la cabeza, y señalaba a la pelota. No debía de tener más de seis o siete años. Kaled alargó el brazo y despertó a Mazen, que dormitaba a su lado.

—¿Me la pasas? —dijo el crío.

Kaled se levantó con el balón en las manos y se acercó al chico, que le esperaba con una sonrisa.

—¿Ya está abierto el parque?

—¡Sí! ¡Ya pasamos a fase uno! —exclamó el niño con auténtica alegría.

—¡Borja, ven aquí!

Kaled intuyó que aquella señora emperifollada que gesticulaba de manera urgente y con cara de terror debía de ser la madre del pequeño. El chico se despidió de Kaled con la mano sin perder la sonrisa y se alejó dando botes al balón.

El resto del grupo se apresuró a recoger sus cosas y alejarse de la zona, intuyendo que no tardaría demasiado en aparecer una patrulla. Se alejaron rumbo a una de las entradas del parque, ahora abiertas, con una sonrisa en la cara.

Estaban tan felices, que, por primera vez en mucho tiempo, no les afectaban las miradas inquisitivas con las que se cruzaban y que les juzgaban con desaprobación sin conocerlos, sin ser conscientes de que acababan de encontrar el gran tesoro escondido por Felipe IV en El Retiro.

Un relato de Fernando D. Umpiérrez

A partir de la premisa de @Rebeca_de_winter:
«Desconocidos obligados a convivir durante la cuarentena, sin reglas, rollo Señor de las Moscas».

«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.

Banda Sonora Opcional: Bisso Baba – Richard Bona

Publicado por Fernando D. Umpiérrez

Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...