Eukarya

Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.

El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.

La premisa «Historia en bucle, que el final vuelva al principio, si es posible», propuesta por @Rauldump, supuso un auténtico desafío. ¿Cómo crear una historia circular que tuviese sentido, y relacionada con todo lo que estábamos viviendo? La respuesta era evidente, pero yo no quería serlo, así que me lo llevé al género de la ciencia ficción

Esta fue de las historias más complejas, y donde empezó a crecer el universo entrelazado que impregnaría posteriormente a toda la antología.

¿Podrás descubrir la metáfora que se esconde detrás de este relato?
(Las etiquetas del final y la canción adjunta a lo mejor te dan alguna pista)

Eukarya

Despierto. A mi alrededor, la nada. Floto en un espacio inabarcable que abraza mi cuerpo, a medio camino entre lo inerte y la consciencia. No sé muy bien cómo he llegado hasta aquí, ni qué me ha despertado.

Intento cambiar de posición, buscar un punto de referencia para orientarme. Complicado en gravedad cero. Desisto.

Me centro por primera vez en mis propias dimensiones. Una especie de exoesqueleto envuelve mi traje, por otro lado, bastante austero. Está recubierto por miles de sensores protuberantes. Trato de tocar uno de ellos, pero mi cuerpo no responde a los estímulos.

De repente, todos se activan al unísono, emitiendo una luz intermitente. Mierda, ¿He sido yo? Parezco una bola de navidad vagando por el cosmos.

Respiro, focalizo mi atención. Esto tiene que tener algún propósito. Investigo en detalle y me fijo en que la intensidad de los sensores no es homogénea. Su lento palpitar recorre la superficie del armazón como una ola. Un vector que apunta hacia una dirección determinada. Miro en esa dirección, pero no distingo nada en esta vasta inmensidad.

Espera. ¿Esa estrella no era más pequeña hace un segundo? No, eso no es una estrella.

La dirección hacia la que apuntan mis sensores resulta ser una enorme estructura ovalada que avanza lenta pero inexorablemente hacia donde estoy. Trato inútilmente de moverme, pero mi cuerpo sigue sin hacerme caso, así que me limito a esperar. ¿Qué más puedo hacer?

 

Despierto. No sé si han pasado horas, meses o años, es fácil perder la noción del tiempo en el vacío. Frente a mí, la imponente estructura está cada vez más cerca. Lo que pensaba que era un óvalo resulta ser un conjunto rugoso y modular que se extiende hacia el infinito en todas direcciones. Apenas queda tiempo para el impacto. Lejos de entrar en pánico, siento una atracción visceral que se incrementa exponencialmente con la distancia al objetivo —¿Es eso lo que es? ¿Un objetivo?—. Algo se revuelve en mi memoria, pero es una nebulosa.

A estas alturas los sensores del exoesqueleto son como una atracción de feria. No entiendo cómo es que no han saltado todas las alarmas de la nave, si es que realmente es una nave.

Cada vez está más cerca, me preparo para el impacto. Tres, dos, va a ser una hostia de narices, uno…

En una décima de segundo, los sensores dejan de palpitar y salen disparados, anclándose a la superficie que se me echa encima. Mi cuerpo es arrastrado hasta aplastarse sobre ella y el exoesqueleto forma una coraza que se suelda a la pared, lo que evita que acabe hecho una calcomanía.

La nebulosa comienza a despejarse. Este monstruo es mi objetivo y debo entrar en él con algún propósito que ahora mismo no recuerdo. Eso es todo lo que importa. Pero, ¿cómo?

Varios garfios en forma de «S» parten de mi pecho a modo de respuesta, acoplándose perfectamente a unos salientes. El exoesqueleto se despliega, fusionándose con la superficie y abriendo una brecha por la que me puedo deslizar. Ya estoy dentro. Ya no hay vuelta atrás. Ahora empieza el mambo.

Un espacio gigantesco se extiende al otro lado. Diferentes habitáculos, suspendidos en el aire, se conectan entre sí por intrincados túbulos a modo de pasillos.

A lo lejos, una enorme esfera empieza a bullir de actividad, a la vez que suena una alarma y todo se torna rojo sangre. Ese podría parecer el objetivo para cualquiera, pero algo me dice que mi meta es otra diferente.

Tengo que pensar con rapidez, abrirme paso a través de la neblina. Inspecciono mi mochila —¿antes tenía una mochila?— y me encuentro con una infinidad de artilugios que de alguna manera sé para qué sirven.

Saco varios drones diferentes que comienzan a levitar, separándose en todas direcciones a medida que aumentan de tamaño. Uno de ellos se ancla a mi médula espinal con un chasquido, haciendo que todas las fibras de mi cuerpo se estiren a la vez. El dolor es tan intenso que me obliga a hincar la rodilla. Otro dron se ancla a mi pecho produciendo un dolor muy diferente. Cuando puedo por fin abrir los ojos, mis manos y el resto de mi cuerpo son traslúcidos.

Corro por los pasillos confundiéndome con el entorno. Sé exactamente a dónde voy y la vez no tengo ni la más remota idea.

Todo es un enjambre caótico en el que mis sistemas de distracción les hacen la vida imposible a sus sistemas de defensa. Soy una mala noticia, y este engendro biomecánico lo sabe, así que no me queda mucho tiempo.

Una sala reticular aparece en uno de los laterales, cerca de la esfera. Por fin encontré lo que buscaba. Acelero el paso y salto a otro túbulo cercano, esquivando dos drones enemigos. Pierdo el equilibrio y caigo, pero me aferro a un saliente en el último minuto. Estoy demasiado cerca de lo que sea que he venido a hacer aquí como para rendirme ahora. Me encaramo a duras penas y llego hasta la puerta.

Se escucha una nueva alarma, una especie de cuenta regresiva. Esto no tiene buena pinta. Rebusco en la mochila —¿de dónde demonios ha salido?— y saco dos objetos amorfos que de alguna manera encajan en unos huecos situados a ambos lados de la puerta. Con un ligero clic, la puerta cede.

El interior es una maraña de pasillos ondulados. Los recorro hasta llegar al centro, donde encuentro un pequeño terminal en forma de pirámide, con una abertura en su vértice superior y el nombre de la nave grabado en extrañas letras verticales: «Eukarya». No sé cómo lo sé, pero sé que este es mi destino.

Acerco la mano hasta atravesar la abertura e inmediatamente se cierra alrededor de mi muñeca, provocando que un líquido viscoso caiga de mi brazo y se extienda a través de una serie de canales que parten del terminal. Mi consciencia se fragmenta. El que definió el horror tuvo que pasar por algo parecido. Todo se vuelve blanco.

Despierto. Tardo unos segundos en ser consciente del espacio. Frente a mí, un montículo de piezas metálicas. Parece como si a los restos de mi antiguo exoesqueleto les hubiesen dado una mano de pintura.

Noto una presencia a mi alrededor y vuelvo la cabeza bruscamente. Miles de cabezas se giran al unísono replicando mi movimiento, como infinitos reflejos de dos espejos enfrentados. Solo que estos no son reflejos.

Levanto un brazo, al que le siguen mil remedos. Observo el montículo de piezas y, de pronto, todo cobra algún tipo de sentido. Comienzo entonces a ensamblar las piezas, una a una, seguido unas décimas después por todos mis iguales.

Volvemos a escuchar la alarma, ahora suena más desesperada.

Estamos tan cerca que casi lo tocamos con los dedos. Terminamos de montar el nuevo exoesqueleto a toda prisa. Cuando se activa, nos envuelve, haciéndonos visibles otra vez. Eso puede suponer un riesgo, pero ya poco nos importa.

Salimos de la sala a trompicones, sin orden ni concierto, con el único objetivo de encontrar una salida, esquivando los derrumbes que se producen por doquier.

Cuando nos acercamos, todos los sensores del exoesqueleto se activan al unísono, actuando como potentes electroimanes que nos atraen a la pared de la estructura y comienzan a doblarla a nuestro alrededor.

Un tirón nos expulsa violentamente al exterior y el caos se convierte en silencio. Todo se vuelve oscuridad.

 

Despierto. A mi alrededor, la nada. Floto en un espacio inabarcable que abraza mi cuerpo, a medio camino entre lo inerte y la consciencia. No sé muy bien cómo he llegado aquí, ni qué me ha despertado. Miro en todas direcciones, pero no distingo nada en esta vasta inmensidad.

Espera. ¿Esa estrella no era más pequeña hace un segundo?

Un relato de Fernando D. Umpiérrez

A partir de la premisa de @Rauldump:
«Historia en bucle, que el final vuelva al principio, si es posible».

«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.

Banda Sonora Opcional: Fear Inoculum – Tool

Publicado por Fernando D. Umpiérrez

Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...