Cría cuervos
Chester McCorax inspeccionó aquella cáscara de pipa con ceñudo interés, pese a que la miga de pan abandonada, de aspecto mohoso, también le llamaba poderosamente la atención. Finalmente se decidió por la miga, atacándola ávidamente con su pico oscuro y semicurvo.
Tal vez por aquellos fríos lares la vida de los cuervos no tuviese el considerado glamour de las águilas reales ni la afamada sabiduría de los búhos, pero era una vida sencilla y respetable. Chester apreciaba esas cualidades por encima de la mala fama de resentido, agorero y desagradecido. Una losa asociada a sus congéneres desde el principio de los tiempos, y que algún escritorcillo con ínfulas de poeta se había encargado de cincelar para la historia en letras de mármol. Al menos podía congratularse de no haber nacido paloma. Malditas ratas del aire.
Pese a ello, no podía evitar mirar con mal disimulada envidia a los cisnes que se pavoneaban por aquella antigua ciudad de la vieja Europa. Con su elegancia acaparaban todas las migajas de los visitantes, no solo en verano cuando podían desplegar sus encantos, sino también en invierno, una época festiva y gélida cuya melancolía le venía a Chester como anillo al dedo. Por eso no perdía ocasión de poner a prueba la escasa paciencia de los anátidos tirándoles de la cola y arrancándoles, en un despiste, alguna que otra pluma.
Una figura encorvada con una bolsa de papel en la mano apareció arrastrando un carro de trastos viejos por la herrumbrosa verja del parque y atrajo la atención de Chester al instante. Arthur era el único que se mantenía fiel a su amistad donde otros se habían dejado embelesar por cuellos esbeltos y níveos plumajes, por lo que se acercó rápidamente cuando el hombre descansó los huesos en su banco favorito, desde el cual contemplaba la majestuosa vista de la ciudad.
—¡Feliz navidad, pequeño amigo! —dijo el anciano mientras sacaba de la bolsa una hogaza de pan aún caliente— ¿Me has echado de menos?
Múltiples capas de ropa raída y discordante disimulaban un cuerpo desgastado por una vida dura de intemperie, y el pelo gris, cubierto por un viejo gorro de marinero, aventuraba una edad que se correspondía con la profundidad de su mirada.
Con sus huesudas manos cortó un pedazo y lo fue desmigajando. Chester, todavía con el desagradable regusto del moho en la garganta, batió un par de veces las alas y se posó en su regazo a la espera de tan ansiado premio.
—Mira a esos pobres infelices, Chester. Todos los años la misma estampa cuando llegan estas fechas. ¿Es que no van a aprender nunca?
Chester siguió la mirada del anciano sin dejar de dar buena cuenta del almuerzo. La nieve cubría la ciudad con un manto de silencio, mientras en las calles solo se vislumbraba un puñado de turistas con la mirada perdida y un rictus de tristeza.
Los pocos humanos que se aventuraban a explorar las calles cubrían la extensa gama de la desesperación. En un extremo estaban aquellos que buscaban algún benévolo congénere que les brindase un modesto menú navideño de tres platos que llevarse a la boca. En el otro, las famélicas almas descarriadas que vagaban resignadas como muertos vivientes. Vencidos, desamparados y tristes. Y en medio, todas las fases del duelo con ejemplos prácticos. Un abanico dinámico de la falta de previsión humana.
Una pareja de ojos rasgados se acercó mientras uno de ellos buscaba algo en un pequeño libro.
—Disculpe, señor —dijo la mujer en un pasable inglés, esforzándose por mantener un acento inteligible— ¿conoce algún lugar para comer aquí?
—¿El día de navidad y sin reserva? —se sorprendió Arthur en un perfecto inglés completamente incomprensible— Me parece que lo más parecido a un almuerzo que van a conseguir hoy, sin tener que empeñar un riñón, es una pinta de Tennent’s Stout en alguna de nuestras preciosas parroquias.
—¿Sin…reserva? —preguntó la chica estupefacta.
Arthur interpretó mediante mímica que llamaba por teléfono, luego fingió apuntar algo en un libro, para finalmente negar con la cabeza. Ante la pasmada expresión de la pareja, se dio por vencido y optó por ofrecerles un poco de pan para el camino.
—Oh,…no gracias. Feliz navidad —La pareja se despidió rápidamente con una sonrisa de disculpa.
—En el fondo me dan un poco de lástima —murmuró Arthur con la mirada perdida más allá de la pareja que se alejaba sin rumbo—. Al menos nosotros tenemos un delicioso pan recién hecho que llevarnos a la boca, ¿eh, amigo?
Chester mostró su aprobación cogiendo otro pedazo de la palma de su mano. La verdad es que él también sufría por aquellas criaturas cada vez que llegaban estas fechas, sumidas en la confusión de quienes se muestran incapaces de adaptarse a los cambios. Vagabundos con divisas. Desahuciados con billete de ida y vuelta. La representación manifiesta de los males del primer mundo.
Un joven, cargado con una enorme mochila, se dejó caer pesadamente en el banco junto a Arthur contemplando el paisaje y frotándose las manos por el frío, lo que hizo que Chester levantase el vuelo y se posase en el extremo opuesto, acechante. No le gustaban las sorpresas y menos si provenían de un desconocido.
—¿Le importa que me siente un rato? —preguntó el muchacho—. Tienen ustedes una ciudad preciosa pero llega un momento en que el hambre aprieta y los pies te dicen basta.
—¿Tú también te cansaste de buscar un restaurante donde sirvan un buen cranachan?— bromeó Arthur señalando con el mentón a los náufragos nipones que seguían deambulando de negativa en negativa.
—La verdad es que no es una buena fecha para pretender hacer turismo y comer al mismo tiempo —respondió aquel joven con tono cómplice—, a menos que seas un poco previsor.
[pullquote]Chester también sufría por aquellas criaturas, sumidas en la confusión de quienes se muestran incapaces de adaptarse a los cambios. Vagabundos con divisas. Desahuciados con billete de ida y vuelta. La representación manifiesta de los males del primer mundo.[/pullquote]Mientras hablaba, abrió la mochila y dejó que Arthur echase un vistazo. En su interior había toda suerte de fiambres, galletas, pan, frutos secos y hasta una botella de buen whisky. Eso hizo desaparecer el recelo inicial de Chester, que se aproximó a pequeñas zancadas, pero a Arthur lo que le llamó poderosamente la atención fue la pequeña libreta de cuero desgastada por el uso que reposaba entre los víveres.
—Parece que su amigo tiene hambre —dijo el joven viajero, mientras le daba a Chester unas cuantas nueces—. Me llamo Dougal, por cierto.
—Arthur, encantado. La verdad es que son unos bichos de lo más inteligentes. Este pequeñín lleva años siguiéndome la pista y aún no sé cómo lo hace.
«Tal vez deje de hacerlo si me vuelves a llamar “bicho”», pensó Chester.
—¿Eres escritor? —quiso saber Arthur—. Lo digo por la libreta. Tiene pinta de llevar muchas horas de vuelo.
—Es solo un proyecto personal —respondió Dougal—, aunque espero que algún día cuenten la historia de mi vida.
—Es bueno tener ambiciones, chico. Y sueños. Nunca renuncies a tus sueños.
—No parece que sigas demasiado tus propios consejos. ¿Verdad, viejo?
—Antes mi vida era muy diferente —se lamentó el anciano entre recuerdos—, pero el tiempo diluye cualquier poder si aplica el empeño suficiente. Por eso debes hacerle caso a la voz de la experiencia, chico. La fortuna es caprichosa y nunca sabes cuándo dejará de darte apoyo. Cuándo te hará perder el rumbo. Los cimientos que construyas ahora, serán tu mejor aval para el futuro.
Dougal apartó a Chester con un aspaviento y sacó de la mochila una manzana que le ofreció a Arthur. También sacó una longaniza, un poco de pan, la desgastada libreta y un oblongo paquete de tela que depositó en su regazo.
—Es curioso que digas eso, anciano —dijo Dougal, mientras desenvolvía el paquete—. Siempre he sido de la opinión de que somos dueños de nuestro propio destino.
Al desplegar la tela dejó entrever un cuchillo largo de doble hoja grabada con extrañas runas. Con él cortó un par de rodajas de fiambre, las metió dentro de un pedazo de pan y comenzó a degustarlas con parsimonia mientras observaba el paisaje. La noche caía sobre la ciudad y todos los transeúntes despistados ya habían encontrado un lugar donde resguardarse de la inclemente temperatura.
—Verás —continuó Dougal, pasando el dedo por el filo de la hoja—, me he dado cuenta de que es imposible que nuestra sociedad avance, sin antes dar un propósito a cada uno de nosotros. Sobre todo a quienes vagan a la deriva.
Acto seguido dejó el cuchillo en un costado y le tendió a Arthur la libreta, que éste abrió despacio. En ella figuraban una lista de nombres y fechas, junto a una serie de observaciones incomprensibles. Debían de haber unos cincuenta.
—¿Qué es esto? —preguntó Arthur, intranquilo.
—Es mi proyecto personal —respondió Dougal—. Seres improductivos a los que les di una ocupación, un papel importante dentro de esta sociedad cada vez más descarriada. Y tú, amigo mío, eres un firme candidato a ser el próximo en la lista.
—¿Un empleo? ¿A mi edad? —exclamó Arthur entre risas—. Nunca imaginé que después de tanto tiempo me volviese a sonreír la suerte. ¿Y qué tendría que hacer?
—Simplemente transmitir este mensaje —dijo Dougal cogiendo de nuevo el cuchillo—. Las sanguijuelas que chupen nuestra sangre obtendrán su justo merecido.
Dougal se abalanzó entonces sobre Arthur, tirándolo del banco y aplastando al anciano sobre la hierba con su propio peso. Arthur trató de forcejear y pedir ayuda, pero apenas le quedaban fuerzas para luchar contra la desquiciada determinación de aquel psicópata y tampoco había nadie en los alrededores que pudiese acudir en su auxilio.
Justo en el momento en que se disponía a enterrar la hoja en su pecho, algo golpeó la cara del muchacho haciéndole rodar hacia detrás, convertido en una bola de tela, sangre y plumas negras.
Chester, que había asistido a toda la conversación con creciente suspicacia, se lanzó de inmediato contra Dougal, lanzando picotazos a las cuencas oculares y marcando para siempre su cara con las garras. No podía dejar que aquella visión distorsionada y febril se perpetuase.
La mayoría de los humanos lo trataban con indiferencia e incluso con cierto desprecio. Pero algunos, como Arthur, le mostraban respeto y le alimentaban incluso cuando no tenían nada que llevarse a la boca. Por ello aún sentía una gran fascinación por aquella especie, capaz de lo mejor y lo peor imaginable, más allá de sus propios instintos.
Trató de graznar con fuerza a su viejo compañero para que corriese a un lugar seguro, pero Dougal le propinó un fuerte puñetazo que lo dejó malherido. En lugar de correr, Arthur se recompuso y comenzó a descargar patadas sobre su agresor, hasta hacerle huir despavorido, medio ciego y desorientado. Acto seguido se acercó al maltrecho cuervo y lo acunó entre sus manos. Chester tenía un ala rota, pero por lo demás solo se encontraba un poco aturdido.
—Todo va a salir bien, pequeño —le susurró Arthur a su emplumado amigo—. Me has salvado de un gran aprieto. Y parece que tendremos una buena despensa para pasar el Hogmanay.
Arthur se agachó a recoger la mochila llena de víveres y el cuchillo que había dejado Dougal en su precipitada huida y los colocó en su destartalado carro sin dejar de acunar a Chester.
—Por este trasto nos darán una buena suma de dinero, Chester. Deberíamos estarle agradecido a ese pobre desgraciado —dijo Arthur mientras se alejaban—. Además, sospecho que gracias a ti, ese imbécil no volverá a las andadas.
Nunca más.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
Banda Sonora Opcional: Banshee Beat – Animal Collective