Sinestesia onírica
Fernando D. Umpiérrez el 7 de septiembre de 2022
Siguiente entrega de la antología «Esto lo contamos entre todos», que surgió como una manera de dar voz al subconsciente de todos aquellos que, durante la cuarentena que comenzó el 15 de marzo de 2020, se prestaron a participar en este experimento.
El resultado de ese esfuerzo fue un compendio de cuarenta y cuatro variopintos relatos de diversos géneros —desde comedia o drama, hasta ciencia ficción, realismo mágico o terror—, que crecían y se imbricaban poco a poco, conectándose entre sí para formar un universo complejo y orgánico en torno a los conceptos de pandemia, cuarentena y encierro en sus sentidos más amplios, pero con la suficiente entidad propia como para ser intemporales.
En esta ocasión partía de la premisa «Sinestesia y un sueño recurrente», propuesta por @jimenezurtasun. Un tema apasionante del que quise investigar más allá de los conocimientos que tenía. Poco a poco se fue tomando forma este relato psicodélico cuyas raíces llegarán más allá de su punto final.
¿Quieres saber hasta donde? ¡Paciencia!
Sinestesia onírica
A Esther le gustaba pensar en sus neuronas como en pequeñas amazonas, unas luchadoras que se aferraban a la vida con axones y dendritas. Por eso no se habían sometido a la habitual poda neuronal en sus primeros meses de vida. Y por eso era capaz de ver las letras de colores y saborear las notas musicales.
Siempre asumió que todos contemplaban el mundo como ella, hasta que un día, después de la típica ruptura adolescente, le había confesado a su madre que se sentía demasiado añil para seguir viviendo. Cuando vio cómo la miraba, comprendió que su realidad solo era compartida por el 1% de la gente. Y ni siquiera eso, porque a ella se le acumulaban un sinfín de sinestesias. Era como si hubiesen metido sus emociones y sentidos en un bombo de lotería al que le hubiese fallado el mecanismo. Todas las bolas salieron en tropel, mezclándose sin orden ni concierto.
Podría parecer algo difícil de gestionar, pero era todo lo contrario. Le ayudaba a hacer tangible lo intangible y esa es un arma muy poderosa cuando tienes que lidiar con emociones. La decepción sabía a fresas. Las personas azules no eran de fiar y con las amarillas siempre tenía una conexión muy especial. La música de Chopin era demasiado rugosa para su gusto, y hacer cálculos complejos le resultaba sencillo al venir los números agrupados por colores. A lo mejor, también por eso, siempre le gustó teñirse el pelo de arcoíris.
Tras todo el día sin hacer nada, se tumbó en la cama, asqueada de aquella odiosa cuarentena. Contra todo pronóstico, tener tiempo libre le estaba sentando fatal a su productividad. Apenas había escrito un haiku desde que decretasen el estado de alarma, y el continuo bombardeo de noticias por la holovisión no ayudaba demasiado. Por eso quiso desconectarse una temporada de la actualidad y de las redes sociales, a ver si así recuperaba el tacto de las musas.
Cerró los ojos e inmediatamente se quedó dormida. Sus sueños ya eran demasiado vívidos y extraños de manera habitual, como si la noche fuese un eterno viaje de ayahuasca. Pero con todo esto de la cuarentena se habían vuelto mucho más intensos.
Cuando los volvió a abrir, caminaba por un pasillo de energía líquida teñida en Re menor, junto a un zorro con el pelaje del color de la nostalgia. El sendero se expandía mientras ella se iba sumergiendo en lo más profundo de su psique.
Amargas formas se replicaban en una perfecta sucesión de Fibonacci, arrastrándola más y más hacia un universo al que ya estaba acostumbrada, pero no por ello menos ácido y magenta. Palabras en distintos idiomas bailaban a su alrededor, con diferentes grafías, diferentes tonos y con un regusto cambiante que iba desde el picante al esperanza. Nada fuera de lo común.
Cuando sus pies tocaron el suelo, todo el entorno era lisérgico. Sus sentidos se entremezclaban en un barril de pintura psicotrópica, dando rienda suelta a un potencial que no sentía cuando estaba despierta. Le encantaba dejarse llevar por sus neuronas funcionando a pleno rendimiento. Porque, lejos de lo que pudiera parecer, aquella era una sensación tan liberadora, como perfectamente controlada. Siempre había sido consciente dentro de sus sueños. Navegaba por ellos, disfrutando de la mezcla de sentidos potenciada, pero dominando lo que ocurría a cada paso.
De repente, una presencia que no había sentido antes se movió justo en los límites de su campo de visión. Se giró en el acto, pero la forma desapareció tan rápido como había aparecido. Cuando despertó, Esther tenía un regusto ocre en la garganta.
No le dio mayor importancia. Al fin y al cabo, no era más que un sueño. Lo curioso es que al día siguiente se despertó con unas irrefrenables ganas de escribir. Los párrafos volaban en su visor de realidad aumentada, rodeándola por toda la habitación.
Cuando dieron las tres de la mañana fue consciente de que no había comido nada en todo el día, así que engulló un bol de cereales y se fue a la cama con la ansiedad de un niño el día antes de Navidad.
De nuevo, se encontró con el habitual paisaje cambiante y surrealista, cargado de musicalidad con diferentes texturas y colores. Deambuló un rato, impaciente.
Hasta que no se dejó envolver por su propio subconsciente, no volvió a notar aquella presencia disonante, escondida detrás de un arbusto en espiral. Esther corrió en su dirección, con los múltiples colores de su pelo aleteando, pero cuando llegó ya había desaparecido. De nuevo, aquel regusto ocre al despertar.
Pasó varias noches regresando al mismo sueño. Jugando al gato y al ratón, aunque el borrón no parecía estar huyendo a propósito. Daba la sensación de estar más bien desorientado entre tantas sensaciones.
Poco a poco fueron apareciendo más presencias en sus sueños, pero estas eran lejanas y menos definidas. Y, cada vez que despertaba, se encontraba con el regusto ocre y el impulso de escribir, pintar y de tocar melodías virtuales que jamás había oído.
Tres semanas después, por fin, Esther se acercó lo suficiente para distinguir algo más de aquel borrón que le espiaba en sueños.
—¡Eh! —gritó al ver a la figura aparecer por una esquina iridiscente.
La presencia se frenó en seco. No contestó a la pregunta, pero tampoco se movió del sitio, así que Esther se aventuró a acercarse un poco más.
—¿Quién eres?
Cuando se giró, tenía la forma de un anciano gris, completamente opaco, estático, casi marmóreo en aquel universo inconsistente. Sus ojos estaban vacíos. No muertos, pero carentes de ninguna reacción, como si estuviese ciego ante el caos orgánico que le rodeaba.
Pero lo más chocante era la falta de aura.
Todas las personas que Esther había conocido, ya fuese en sueños o en la realidad, tenían un color asociado, una especie de halo que de alguna manera les definía más que cualquier otro adjetivo. Aquel anciano, por el contrario, carecía completamente de color. Sus formas eran sólidas, pero apenas se intuían por la falta de matices en su cuerpo, que, por otro lado, estaba completamente desnudo.
Esther dio otro paso en su dirección, tratando de alejar de su cabeza la idea de que estuviese teniendo un sueño erótico con un octogenario, y sus posibles implicaciones freudianas.
A su alrededor, otras formas se fueron materializando, niños y adultos por igual. Todos perfectamente grises y desnudos.
El anciano ladeo la cabeza y frunció el ceño ceniciento, al mismo tiempo que lo hacía Esther, superada por toda aquella situación. Luego, ella levantó la mano muy despacio, y el hombre imitó su movimiento a la misma velocidad.
En el preciso instante en el que los dedos de ambos se tocaron, todo su universo palpitó por un momento, con una intensidad tan cegadora que le cortó la respiración. Al bajar la vista, se dio cuenta, horrorizada, de que el gris del anciano se estaba transfiriendo hacia sus dedos.
Esther trató desesperadamente de soltarse, pero era imposible. El gris avanzaba y sus sentidos se inhibían. No, no se inhibían, solo volvían cada uno a su lugar, como si la sinestesia abandonase su cuerpo poco a poco.
—Cuidich mi…
La voz opaca del anciano hizo que dejase de forcejear y levantase la cabeza. Entonces, por primera vez, intuyó algo parecido a una emoción; aquellos ojos grises la miraban con terror.
Su propio miedo se fue disipando por un extraño reflejo y se obligó a respirar de manera más armónica.
El gris, que ya estaba a la altura de su hombro, se frenó en seco y empezó a retirarse con cada latido, haciendo que la expresión del hombre se suavizase y que sus sentidos sinestésicos recuperasen la normalidad.
Pero el gris no se quedó ahí, sino que se retiró a medida que el color cambiante de Esther invadía el cuerpo del anciano. Esther tiró con fuerza para romper la conexión y el anciano abrió la boca en un grito sordo que le heló la sangre aun sabiéndose dormida. Cuando despertó, empapada de sudor, era casi mediodía.
Se levantó aturdida y con el regusto ocre impregnando cada célula de su cuerpo. Lo primero que hizo fue prepararse un café y dejarse caer en el sofá, masajeándose la sien para conectarse de nuevo a la red neural. Necesitaba un momento de ver las noticias en el holovisor y no pensar en nada más.
Tras el habitual recuento de recuperados, muertos e infectados por la pandemia y de la típica noticia de la NASA sobre un asteroide que pasaría cerca de la Tierra, comenzaron con la crónica internacional.
Esther ni se inmutó cuando el café hirviendo cayó sobre sus muslos. Su mirada estaba clavada en la pantalla etérea, donde relataban la sorprendente noticia de un señor escocés que había despertado tras cincuenta y siete años en coma. El intenso azul de su mirada y de su aura distaba mucho del pétreo vacío que aquellos mismos ojos le habían devuelto, hacía apenas un instante.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
A partir de la premisa de @jimenezurtasun:
«Sinestesia y un sueño recurrente».
«Esto lo contamos entre todos». © Todos los derechos reservados.
Banda Sonora Opcional: Sleep Together – Porcupine Tree
- Categoría: Esto lo contamos entre todos, Relatos cortos
- Etiqueta: Ciencia Ficción, conciencia, psicodelia, sinestesia
Publicado por Fernando D. Umpiérrez
Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...