Corazón de algodoncillo
Sara era la niña más buena del pequeño pueblo de Villa Jabugo. Era tan, tan buena, que tenía un corazón que no le cabía en el pecho y por eso lo llevaba a todas partes en su pequeña carretilla.
Era un corazón de algodoncillo de azúcar, al que todas las noches le ponía una mantita para que no pasase frío y, cuando llovía, lo cubría con un bonito impermeable con girasoles dibujados. En los días soleados, Sara saltaba corriendo de la cama para hacer sus tareas diarias antes de ir a la escuela, y por la tarde jugaba con sus amigos después de terminar los deberes. No podía ser una niña más feliz.
A medida que crecía, el corazón de Sara iba haciéndose más grande al ritmo de su alegría, hasta el punto de que cada vez se le hacía más difícil arrastrar la pesada carretilla. Las cuestas le parecían más empinadas y tardaba una eternidad en recorrer la escasa distancia entre su casa y la escuela.
Una tarde, volviendo de la escuela, encontró a un enorme búho dormitando en una rama. Al escuchar los resoplidos de la pobre niña, el búho abrió los ojos somnoliento.
—¿Quién anda armando semejante escándalo? —dijo el viejo búho— ¿Es que ya no puede uno ni echar una tranquila siestecilla?
—Perdóneme, señor Búho —se disculpó Sara—. No era mi intención despertarle. Voy de camino a mi casa, pero es difícil subir por este camino pedregoso arrastrando mi carreta.
—¡Vaya corazón llevas ahí guardado! —se sorprendió el búho—. Apenas cabe en esa pequeña carretilla.
—¡Qué me va a contar! Cada día es más difícil hacer mis tareas y por las noches me acuesto con los brazos doloridos.
El búho se quedó un rato pensativo, dándole vueltas al asunto. Entonces se bajó del árbol para echar un vistazo más de cerca. Inspeccionó las ruedas del carro, el corazón de algodoncillo y, finalmente a la propia Sara.
—Un asunto peliagudo, este —concluyó—. Podrías conseguir una carreta más grande, quizás. O pedirle ayuda a Burro para tirar del carro.
—No podría hacerle eso al pobre…
—Tienes razón, qué tontería… Además, eso solo sería una solución pasajera. Siendo tan dichosa, pronto el corazón pesará tanto que ni un corcel de pura raza será capaz de arrastrarlo.
Sara se llevó las manos a la boca con sorpresa al escuchar las palabras del gran búho, lo que casi hizo que el corazón de algodoncillo rodase colina abajo.
—¿Qué sugiere entonces, señor Búho? —respondió la niña con pesar— ¿Que trate de ser un poquito menos feliz?
—¡Pero qué cosas tienes! Sería incapaz de pedirte algo tan cruel…
—Pues algo tendré que hacer…Con esta carga es difícil ayudar a mi familia o jugar con mis amigos.
—Ummmm, creo que tengo una solución —murmuró el búho—. ¿Y si le dieses un poquito de tu corazón a cada uno? Así compartirías la alegría y también la carga.
—¡Es una idea maravillosa, señor Búho! —exclamó Sara saltando de alegría— Ahora mismo voy corriendo a casa a decírselo a mamá.
La niña, loca de contenta, fue repartiendo pedacitos de algodón a su familia y amigos, compartiendo su felicidad con quienes más quería. Poco a poco su pesada carga fue disminuyendo, pero su alegría no menguaba, pues sentía una profunda felicidad repartida por todo su pueblo. Nunca Villa Jabugo había sido tan dichoso.
Sin embargo, toda esa alegría se ensombreció una noche que la pequeña Sara volvía sola por el bosque, desde la casa de su tío Fermín…
***
Aquella oscura noche de verano, Sara se fijó en que, al final del puente que cruzaba, una manada de lobos jugaban a tirar piedras a los rápidos del río.
El corazón de Sara creció un poquito al ver cómo se divertían aquellos desconocidos.
—Hola, pequeña, ¿dónde vas tan sola a estas horas de la noche? –preguntó el líder de los lobos.
—Vuelvo a casa, que mañana tengo cole. ¿Por qué tiráis piedras al lago?
—Convertimos piedras en ranas para que puedan pasar a la otra orilla.
Los otros lobos rieron por lo bajo, pero el líder les hizo callar de inmediato.
—¿Acaso eres mago? Preguntó la niña, con los ojos muy abiertos.
—Uno muy poderoso, en realidad.
El resto de lobos estallaron en carcajadas.
—No les hagas caso a estos ignorantes, en pura envidia la que sale de sus bocas. ¿Quieres ver cómo lo hago?
Sara abrió aún más los ojos, afirmando enérgicamente.
Entonces, el líder de los lobos cogió con la boca una piedra plana de la orilla y la lanzó al agua con un rápido movimiento de cuello. Al segundo bote, la piedra se transformó en una pequeña rana luminosa que siguió saltando varias veces por la superficie, hasta perderse en la negrura de la noche.
—¡Guau, eso es increíble! —exclamó Sara.
Semejante espectáculo hizo que el corazón de Sara creciese con un alegre latido, lo que llamó inmediatamente la atención de los lobos.
—¿Qué llevas ahí, pequeña? —preguntó el líder.
—Es mi corazón de algodoncillo —respondió Sara, acercándose.
Al levantar la manta, el cálido brillo que emitía el corazón encendió las pupilas de los lobos, que se acercaron en círculo con la vista clavada en la carretilla.
—Crece cuando soy feliz—explicó la niña— y a veces lo soy tanto, que apenas puedo arrastrar su peso. Por eso lo comparto con amigos y familia.
—Eres una niña muy generosa —dijo el líder—. A nosotros también nos gustaría aligerar tu carga. ¿Verdad, chicos?
Todos los lobos aullaron a la vez en señal de aprobación.
—No sé si tendré suficiente para todos —dijo Sara, pensativa.
—¿Y si te enseño a convertir piedras en ranas? —preguntó el lobo— Así tendrías suficiente alegría para darnos un poquito…
A Sara le pareció una excelente idea y todos los lobos volvieron a aullar de alegría.
—Haz lo mismo que yo—. El líder cogió entonces una nueva piedra entre los dientes y volvió a lanzarla haciendo que una rana luminosa se perdiese dando saltos hacia el centro del río.
Sara admiró la proeza con renovada alegría y su corazón de algodoncillo creció un poco más, para regocijo de la manada. Luego eligió cuidadosamente una piedra de la orilla y la tiró al agua haciendo un pequeño ¡chof!
La manada se rio entre dientes, pero eso no desanimó a la pequeña, que buscó otra piedra con idéntico cuidado, y la lanzó obteniendo el mismo efecto.
—No sufras, niña —dijo el líder de los lobos con una siniestra sonrisa—. Es solo cuestión de práctica. Prueba una vez más.
Esta vez el lobo estaba preparado y, cuando Sara lanzó su piedra, él hizo lo mismo a sus espaldas. Al primer chof le siguió otro más, y una pequeña rana luminosa saltó por la superficie del río desapareciendo en la noche.
La pequeña estaba loca de contenta y su corazoncito creció dos palmos en un periquete, así que les dio un poquito a cada uno de los lobos de la manada.
—¿Por qué no tiras otra piedra? —preguntó el líder.
La niña eligió rápidamente otro callao plano de la orilla y lo lanzó a la corriente, y el lobo jefe hizo lo propio por detrás, haciendo que apareciese una nueva rana saltarina.
El resto de los lobos se abalanzaron nuevamente y empezaron a morder el dulce corazón.
—¡Por favor, no! —imploró Sara— ¡No podéis llevaros tanto! ¡Parad, por favor!
—Prometiste darnos nuestra parte —dijo el líder, empujando a la niña con la pata—. Así que aparta y no molestes.
Sara cayó al suelo con un punzante dolor en el pecho, al ver a la manada devorar su corazón. Era una emoción que jamás había sentido; el calor incontenible de la ira y la impotencia que pugnaban por salir.
De repente, el corazón de la pequeña comenzó a emitir una luz roja cegadora y su superficie maltrecha se endureció rápidamente. Los lobos, al tratar de hincarle el diente astillaron todos sus colmillos y cayeron al suelo doloridos.
Sara aprovechó ese momento para subirse a su carreta y de un empujón echó a rodar colina abajo.
Las lágrimas brotaban de sus ojos y caían hacia atrás, golpeando el corazón enrojecido, pero ella solo era capaz de mirar hacia delante. Se sentía tan culpable por haberles hecho aquellas promesas,… El carro corría a una velocidad endiablada, hasta que Sara fue incapaz de controlarlo y terminó por chocar con un enorme árbol.
Por suerte aterrizó en un enorme montón de hojas y apenas se hizo algún rasguño, así que se levantó rápidamente y fue corriendo hacia la carreta donde reposaba su precioso corazón. Al llegar se abrazó a él y contuvo la respiración.
—Por favor,…—susurró la pequeña, mientras vertía sobre él su salada tristeza—. No me abandones…
De repente, el corazón empezó a latir de nuevo, lento, pero con fuerza. Al apartar la cara sorprendida, Sara notó que la superficie del corazoncito estaba pegajosa y descubrió para su asombro que no se había convertido en piedra como pensaba, sino en una enorme masa de caramelo.
Casi no podía creer lo que veía, pero estaba tan feliz por su corazón, que una nueva capa de caramelo cristalizó, completando las partes más dañadas.
Sara estalló entonces en una risa incontenible, liberando toda la tensión acumulada.
—¡Qué demonios es este escándalo! —gruñó el Señor Búho desde lo alto del árbol.
Cuando el Señor Búho vio la carreta destrozada, su expresión cambió de la ira a la estupefacción y bajó volando junto a Sara.
—Tu corazón… —murmuró, conmocionado—. ¿Cómo puedes reírte en un momento así?
—Señor Búho, ¡mire! —dijo Sara, señalando el rojo palpitante—. ¡Sigue vivo!
—Pero ahora está duro como una piedra… —se lamentó el búho.
Sara apoyó la mano con ternura sobre la cabeza del sabio búho.
—No sufra, Señor Búho. Algo me dice que, gracias a eso, ciertos lobos estarán a base de rancho blando una buena temporada.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
Banda Sonora Opcional: Sullen Girl – Fiona Apple