Al fondo a la derecha
Aquella figura, que le devolvía la mirada desde el escaparate del Café de las almas perdidas, le era completamente ajena. No recordaba exactamente cuándo había comenzado a renegar de su cruel anatomía, oponiéndose a la resignación de aceptar el resultado de unos dados que nunca le habían dejado lanzar.
Con un profundo suspiro, proyectó toda la rabia contenida hacia el desconocido reflejo, cubriéndolo con una agradecida nebulosa de vaho, y se dispuso a entrar en aquella cafetería con nombre de película francesa. No tardó en localizar a su madre al fondo del establecimiento, sentada en la misma mesa donde la esperaba todos los días a las cinco de la tarde.
Mientras caminaba a su encuentro, en su interior fue creciendo una determinación que había terminado por rebasar cualquier barrera. Con ella no funcionaba la teoría del junco; se negaba a aceptar el doblegarse ante aquella injusta imposición como única salida. Si no se atrevía a dar el paso, terminaría rompiéndose bajo el peso de un futuro gris y aterrador.
—Mamá —dijo al llegar a la mesa, reuniendo todo el coraje posible—, hay algo de lo que tenemos que hablar.
—Si está relacionado con las notas —dijo su madre levantando la vista del periódico—, ya hemos hablado con tu profesora. Nos ha contado que has tenido algunos problemas.
—No lo sabes tú bien —musitó Julia cabizbaja.
—Mira, sé que la mudanza ha traído muchos cambios y pasar del colegio al instituto a veces puede ser complicado —dijo su madre endulzando la expresión—, pero ya verás cómo, antes de que te des cuenta, empezarás a hacer amigos. Solo es cuestión de adaptarte y tener un poco de paciencia.
—¿Y si no consigo adaptarme? —preguntó Julia con un hilo de voz—. Digamos que no siento que encaje demasiado con lo que se espera de mí.
En el rostro de su madre apareció un leve tono de preocupación, disimulado rápidamente como solo eran capaces de hacer las madres y solo podrían darse cuenta los hijos. Aquella expresión podía suponer una señal de alarma, pero también suponía una brecha, a través de la cual pudiese desbordar el cúmulo de sentimientos tanto tiempo contenido.
—Si te preocupa algo puedes contármelo sin problemas, pero no dejes que te afecten esos estúpidos clichés con los que bombardean continuamente a los adolescentes —dijo la madre sosteniendo su mano.
—Hay clichés que son más difíciles de tragar que otros —murmuró Julia desviando la mirada.
Siempre había agradecido esa forma adulta con la que su madre la trataba, pero ahora se sentía perdida en un mar de dudas preadolescentes, incapaz de compartir la única cosa de la que estaba prácticamente segura con la persona en quien más confiaba.
Las palabras se le amontonaban en la garganta, asfixiándola, produciéndole unos mareos con los que ya se había acostumbrado a convivir.
—Disculpe, ¿Dónde está el baño? —le preguntó al camarero, aunque conocía perfectamente la respuesta. Aquella simple pregunta suponía siempre un profundo sufrimiento.
—Al fondo a la derecha —fue la tópica contestación.
Cuando se aproximaba a la puerta, una tuerca sobre un marco vacío ilustró su angustia de una forma desconcertantemente creativa, produciendo al mismo tiempo, arrugas en su ceño y en la comisura de los labios. Una Gioconda viva de la incomprensión humana. Nunca le habían escupido a la cara con tanta gracia.
Justo a lado, el tornillo del que muchos decían que carecía, pero que ella sabía perfectamente que le sobraba, la miraba con sorna, como aquel trilero que te invita a entrar en una partida maldita donde la casa siempre gana.
Su cabeza le apremiaba a avanzar, pero su cuerpo se negaba a obedecerla. Y mientras, los minutos caían en forma de pesados granos de arena en el endemoniado reloj de la vida.
Finalmente, se decidió a girar el pomo impuesto por decreto de ignorancia, sabiendo que, en aquella elección del Laberinto, el Duque Blanco se estaba saliendo con la suya.
Tras aliviar su vejiga a costa de atormentar su espíritu, se lavó las manos y, al levantar la mirada, sus ojos se encontraron con aquel endiablado reflejo; aquella cárcel de carne, huesos y hormonas donde se encontraba prisionera desde hacía demasiado tiempo. Dos finas lágrimas surcaron unas mejillas pobladas tímidamente por un incipiente bello.
—Julián, llevas ya un rato ahí metido, ¿te encuentras bien?
Aquel velado aforismo, proveniente del otro lado de la puerta, fue el detonante de todas sus angustias.
—Sí, mamá —dijo con un hilo de voz mutante y ajena, mientras descorría el cerrojo y abría al fin la puerta de su verdadero yo—. Pero necesitamos hablar sobre ese nombre.
Al fin Julia quedó libre de clichés y cortapisas. Y se fundió con su madre en un abrazo, con más significado que cualquier explicación.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
*Escribí este relato hace algún tiempo, inspirado por la profunda huella que me dejó el reportaje sobre niños transgénero realizado por el periodista Gonzo, para el programa El Intermedio.
Lejos de ser una simple obra de ficción, la situación que relata es una realidad que sufren miles de personas oprimidas por unos cánones completamente artificiales y ajenos a SU naturaleza.
La banda sonora hoy no es opcional, sino obligatoria, porque en una sociedad que sigue sorprendiéndonos con noticias tan incomprensibles como esta, es imperativo darles voz a quienes llevan demasiado tiempo amordazados.