Me cuesta unos segundos reconocer el lugar en el que estoy, a pesar del inconfundible traqueteo del vagón. Siempre pongo el automático cuando vuelvo a casa, especialmente si me he tomado unas cervezas de más y las neuronas no hacen más que divagar hacia fangos que es mejor no remover. A esta hora, la escasa gente que comparte mi vaivén son presa del sopor y el «nunca más»; ese portal interdimensional en el que se dan la mano los que acaban de ser arrancados de la cama contra su voluntad y los que se arrastran a duras penas hacia ella.