Calamitoso desencuentro
Como todos los domingos, me dirigía tranquilamente a comprar el periódico y una barra de pan a mi kiosco predilecto, en esa prematura hora en la que se mezclan la resignación del empleado obligatorio, el entusiasmo de deportista patológico y la embriaguez difusa de trasnochador. A medio camino me crucé con una mujer entrada en años, de oronda figura y análogo humor, que me paró alegando tener cierta amistad con mi familia.
— ¡Pero cómo has crecido! — Espetó tras ponerme en situación y antecedentes — ¡Eres igualito a tu padre!
— ¡Lamento disentir señora! — Dije con rapidez — Es posible que considere tal discrepancia una afrenta ante los principios Darwinianos tan arraigados en nuestra sociedad, pero permítame decirle que, precisamente, son dichos principios y su aplicación a la sociedad los que me dan argumentos de peso para desmontar sus bienintencionadas teorías. Todos los seres vivos evolucionan de manera caótica y diversa haciendo que los que se encuentren mejor adaptados a unas condiciones concretas tengan mayor probabilidad de producir descendencia.
— Teniendo en cuenta la capacidad humana de moldear el entorno a su voluntad, podríamos afirmar que esa fuerza selectiva se ha desplazado en nuestra especie a un plano más cognitivo ¿No es cierto? — En este punto la susodicha señora mostraba una genuina estupefacción, que atribuí a mis aplastantes argumentos en contra de su taxativa afirmación.
— En una sociedad tan cambiante como esta — proseguí —, es ridículamente falaz afirmar que los procesos que me han hecho convertirme en la clase de persona adulta que soy, fueran los mismos que contribuyeron a formar el carácter de mi progenitor 25 años atrás. Su infancia, su entorno tecnológico o la tendencia social, religiosa y política que imperaba en aquella época son una sombra de la actual — ¡Por el amor de dios, si ni siquiera tenían Internet!
— Así pues — concluí, poniendo fin a mi alegato —, me veo en la obligación de contradecir tajantemente esa aseveración que tan alegremente ha soltado hace un momento.
— Bueno… — comenzó a decir la señora, claramente contrariada — yo me refería a que tienes sus mismos ojos azules.
¡Qué estúpido me sentí! Me había empeñado en construir un discurso bien elaborado en favor de mis argumentos evolutivos, cuando me habría bastado con aclararle a aquella mujer que los ojos de mi padre eran verdes.
Es más, simplemente me limité a subir levemente el ala de mi sombrero y continué mi camino sin mediar palabra, al darme cuenta de que una señora que elogia la profundidad de mis ojos azules a una hora tan temprana, cuando en realidad son de un marrón más bien oscuro, muy bien de la cabeza no puede estar.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
Banda Sonora Opcional: Don’t Eat The Yellow Snow – Frank Zappa