Tilikum
Fernando D. Umpiérrez el 24 de marzo de 2016
El sonido amortiguado al otro lado de barreras invisibles era una de las múltiples torturas a las que me sometían. Ya había perdido la cuenta del tiempo transcurrido desde que aquellos demonios de metal nos emboscaron y nos privaron de la libertad ganada por derecho. Pocos habían sobrevivido al ataque. Clanes enteros desmembrados y esquilmados sin contemplaciones. Tratados como mercancía.
La frustración crecía en mi interior con cada arco luminoso que anunciaba un nuevo día. Arrastrado a un confinamiento claustrofóbico, separado de todo cuanto amaba y obligado a un sometimiento que me había convertido, poco a poco, en una marioneta de movimientos mecánicos. Era incapaz de asimilar el grado de sadismo que aquellas criaturas demostraban por sistema, como si fuese una parte estructural de su conciencia.
Todos los días sufría infinidad de vejaciones para el regocijo de los poderosos, con la única recompensa de vivir un día más, alimentado con bazofia enlatada y artificial, obligado a prostituirme con el único fin de perpetuar aquel extraño divertimento durante generaciones. Era como si el universo hubiese jugado a los bolos con el orden lógico de las cosas.
Lo peor, aparte de la claustrofobia de una cárcel que apenas permitía el movimiento, era la condescendencia de mis carceleros. Su tono amigable y casi paternalista contrastaba profundamente con sus horribles actos. Te agasajaban y mostraban una embustera cercanía, hasta conseguir quebrar tu voluntad y terminabas obedeciendo sus deseos, con la vana esperanza de que te permitiesen volver a disfrutar de la libertad. Pero la piedad no era una de sus cualidades más notables. Les imploraba continuamente, sin obtener más respuesta que un guiño de aquiescencia artificial tras ejecutar correctamente las labores que me habían enseñado. Cada vez que intentaba llamar la atención de mis captores, desesperado por obtener explicación a semejante tormento, su reacción era fría e inerte. Cuanto más me rebelaba por una respuesta, más reducían luego las paredes intangibles de mi jaula. Y, mientras, el peso del confinamiento iba aplastando mi alma poco a poco. Debilitando mis extremidades. Difuminando mis esperanzas. Haciendo crecer la ira.
Sin duda eran criaturas paradójicas. Su debilidad inherente les abocaba a la extinción y, sin embargo, habían encontrado la manera de sobrevivir a base de aplastar todo aquello que podría permitir su subsistencia y a sus propios congéneres, transformando su ecosistema y a ellos mismos en una aberración dura, fría y artificial. Pobres criaturas desalmadas que se consideraban inmortales siendo apenas unos niños, sometiendo cualquier recurso a sus caprichosos intereses, sin importar el dolor causado, siempre y cuando obtuviesen conocimientos, diversión o bienestar.
Mi propio pueblo había navegado por el mundo antes de que aquellas criaturas tuviesen conciencia de sí mismas, pero nuestra inteligencia y poderío no nos había impedido caer bajo el yugo de esos demonios. Debería estar sumido en el odio y, a pesar de todo, aquellos pobres engendros minúsculos me producían compasión y lástima en el corazón, sabedor de que el único impulso capaz motivar semejante brutalidad era la desesperación de la supervivencia. Una supervivencia que yo mismo buscaba con empeño.
Había tomado una decisión. Trataría de apelar a la empatía que en alguna ocasión había vislumbrado en los ojos de alguno de mis carceleros. Les transmitiría lo cruel de la situación y rogaría por mi libertad aunque tuviese que arrinconar a alguno de ellos arriesgándome a un severo correctivo. Y si eso no surtía efecto, optaría por una solución más radical. Tal vez no volviese a ver a mi clan, pero trataría de librar al planeta de alguno de aquellos leviatanes de tierra seca por el camino.
— ¡Tilikum, arriba! —
Dócil y obediente, Tilikum realizó una doble mortal en el aire antes de caer pesadamente en el tanque de agua. Todo el público profirió vítores y aplausos alabando la destreza del cuidador y la majestuosidad del enorme mamífero que, dos veces al día, hacía las delicias de grandes y pequeños con sus piruetas y acrobacias. Aquella hermosa criatura de piel de ónice y marfil, con su peculiar aleta dorsal inclinada. Aquel divertimento inofensivo. Aquel animal condenado a una existencia demasiado humana.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
Banda Sonora Opcional: Animal dormido/Animal despierto – Havalina.
*Este relato está inspirado en el documental Blackfish, que narra el sufrimiento al que están sometidas las orcas de espectáculos promovidos por parte de zoológicos y acuarios en todo el mundo. Además de poner de manifiesto una triste realidad, ha servido para que empresas como Seaworld se hayan visto obligadas a comprometerse a poner fin a la reproducción de orcas en cautividad
El verdadero cambio de esquemas comienza por la concienciación.
- Categoría: Relatos cortos
- Etiqueta: concienciacion, fábulas, naturaleza
Publicado por Fernando D. Umpiérrez
Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...