Serendipia
Hoy les traigo un relato muy especial para mí. Fue el primer intento de escribir una novela que recuerdo y el culpable de las innumerables horas muertas que pasé en la cafetería de mi facultad con un lápiz y una libreta.
Finalmente deseché el proyecto tras meses de frustración, así que quedó olvidado en un cajón. Serendipia no es más que el comienzo de aquel proyecto olvidado, reconvertido en relato corto. Espero que les guste.
Serendipia
Gotas, gotas incansablemente constantes en la ventana. Horas perdidas escuchando el hueco sonido, triste, casi inerte, de un agente cuya máxima función no es otra que dar la vida. Curiosa paradoja.
—Perdona, ¿quieres más café? —. La entrecortada voz de la camarera me devolvió a la realidad con un sobresalto.
—No gracias, así está bien —dije apartando la vista de una ventana salpicada con la lluvia de un otoño demasiado largo.
Era una chica agradable y respetuosa, claro indicativo del poco tiempo que llevaba trabajando en aquel lugar —¿una posible candidata?—.
Había estado vagando demasiado por la ciudad y decidí entrar en ese café porque me recordaba a tiempos de antaño, otrora disfrutados con nitidez, pero que ahora se diluían en mi memoria como las arenas del tiempo en un reloj demasiado antiguo; ya estaba cansado.
Parecía un lugar encantador, un tanto rústico, cuyos dueños habían pretendido darle un toque «años veinte» sin lograrlo demasiado; aunque tenía cierta magia, aunque no sabría decir de dónde provenía exactamente.
Salí del establecimiento con mi vieja gabardina y el sombrero calado, dispuesto a conocer un poco más de aquella zona, pero antes me entretuve un segundo para dedicarle una sonrisa a la joven camarera, que en esos momentos estaba sufriendo las reprimendas de la jefa por haber roto unos vasos.
—Demasiada ingenuidad —pensé, sacando mi paraguas; aún seguía lloviendo.
Mientras caminaba por la ciudad, me daba cuenta del enorme cambio que había experimentado todo desde mi última visita. Titánicas industrias se erigían sobre lo que en otro tiempo fueron fructíferos prados; pequeñas y acogedoras casas de madera dejaban paso a múltiples y descomunales rascacielos que casi inspiraban miedo. Sorprendía la evolución que el ser humano y su entorno habían experimentado. Y del caos y desolación sembrados a su paso para conseguirlo. Decidí apartar de mi cabeza esa visión y el sentimiento que me producía. Si permitía que estos tomasen forma nublarían mi criterio. Y precisaba mantener la mente despejada.
Era muy complejo encontrar la persona adecuada; o mejor dicho, lo realmente complicado era distinguirla del resto. La eterna y consabida necesidad del ser humano de ajustarse a la normalidad aplastaba cualquier atisbo de diferencia. Muchas veces había discutido con Ella sobre este particular y siempre llegábamos a la lógica conclusión de que, desde el principio de los tiempos, vivían en un sinsentido emocional que ellos mismos habían creado y se encargaban de alimentar, era tras era.
Los hombres y mujeres de todas las épocas han necesitado creer en algo. Han cimentado, a lo largo de los años, infinidad de mitos e ilusiones para tratar de explicar la verdadera naturaleza de su entorno. Paradójicamente, estas fantasías les han alejado siempre de la auténtica realidad, asociándola a leyendas o cuentos de hadas. Se han empeñado en anclarse a una «realidad» ficticia y artificial, donde impera lo corriente, lo ordinario de una vida limitada por barreras psicológicas que ellos mismos han creado, pero de las que intentan liberarse continuamente.
[pullquote]Sorprendía la evolución que el ser humano y su entorno habían experimentado. Y del caos y desolación sembrados a su paso para conseguirlo.[/pullquote]Esta incoherencia siempre me resultó tan atrayente como desconcertante. Los mismos que negaban y ridiculizaban la realidad que se mostraba delante de sus ojos, tachándola de sobrenatural, eran capaces de matarse en nombre de acontecimientos de tiempos inmemoriales, igualmente inexplicables. Sucesos que servían como catalizador de la mayoría de los conflictos bélicos de su historia, utilizados como excusa para cometer atrocidades contra sí mismos y contra la naturaleza. Era enorme la ironía de todas aquellas religiones, creadas por y para el hombre con el fin teórico de responder preguntas, cuando lo único que estaban consiguiendo era acallar la mayoría de las respuestas.
Una brisa fría me golpeó la cara y apartó aquellas ideas de mi pensamiento.
—Pide a gritos que deje de divagar —pensé, con un atisbo de sonrisa en mi cara.
Sabía que no debía complicarme tanto, que lo más simple solía ser lo más acertado, pero no podía obviar el hecho de que, en realidad, no tenía ningún criterio concreto y sólido al que aferrarme. Había estado dando palos de ciego desde mi llegada.
Navegando sin rumbo fijo por mis pensamientos y casi sin darme cuenta, me encontré con que el escenario que me rodeaba había mutado progresivamente, tornándose decadente y abandonado. A medida que avanzaba aumentaba el escepticismo sobre la utilidad de mi empresa. Las húmedas y deterioradas fachadas de los edificios no eran más que un cruel catalizador para mis dudas. Sin embargo, una imagen devolvió la esperanza a mi corazón.
En unos escalones carcomidos había un niño pequeño, con la cara sucia y unos enormes ojos verdes. Unos ojos que transmitían ilusión y deseo de vivir: la personificación de la inocencia. Sabía que aquellos ojos habían visto demasiadas atrocidades, pero, aun así, tenía la certeza de que serían capaces de sobreponerse. Porque aquel niño poseía una consciencia de la realidad diferente al resto. Él veía más allá de sus conflictos diarios, de la presión impuesta por una sociedad demasiado cruda, y estaba muy por encima de las injusticias que el destino, con su infinita ironía, había dispuesto para gran parte de su infancia. Y esa fuerza radicaba en la total seguridad de que había una salida, de que estaba consignado a algo mucho mayor que ese banal sufrimiento. A punto estuve de tomar mi decisión, cuando una voz interrumpió nuevamente mis pensamientos.
—¿Te gusta el chaval, verdad? —La voz demacrada que provenía de mi espalda chirriaba como uñas sobre una pizarra nueva.
—Disculpe, ¿cómo ha dicho? —espeté tosco.
—Vamos hombre no…, no sea tímido. He visto como le miraba,…si, lo he visto y además no es caro, no señor. En este barrio nos vendría muy bien algo de la generosidad de un galante personaje como usted.
El comentario habría sonado profundamente sarcástico, de no ser por el estado del individuo del que provenía. Era la memoria de lo que en otro tiempo fue un robusto y agraciado hombre, demacrado ahora por drogas y licores cuya naturaleza ni aquel tipo conocía.
—Nadie que se plantee hacerle a este niño ni una mínima parte de lo que usted está insinuando es merecedor de las escasas virtudes de la condición humana —dije mirándolo con ojos coléricos—. Por personas como usted el mundo se dirige irremediablemente hacia el colapso, casi por obligación. Se empeñan, ciclo tras ciclo, en generar odio y frustración a su paso. Se ciegan hasta límites que ustedes mismos se imponen; a nociones que únicamente atañen a los propios humanos, sin importarles el resto de las especies, que dejan relegadas a un inmerecido y casi irrisorio segundo plano. Crean estamentos y clases en todo cuanto les rodea, hasta no poder distinguir cuáles son superiores a otras o, ni tan siquiera a qué son superiores, y lo que es más grave…
[pullquote]Él veía más allá de sus conflictos diarios, de la presión impuesta por una sociedad demasiado cruda.[/pullquote]—¿Pero de qué coño hablas, tío? ¡No he entendido una puta palabra de lo que me estás contando! Si te va otro rollo me lo dices y nos ahorramos el discursito ¡Lo que menos necesito ahora son tus jodidas reprimendas!
A medida que hablaba, mi natural diplomacia se iba disolviendo y más me percataba de que el veneno con el que esa pobre criatura había saturado su cerebro, apenas le permitía prestar atención a mis palabras. Sentí una profunda y a la vez pesada lástima por aquel personaje y por todos los que, como él, habían renunciado a sus innumerables dones.
En otras circunstancias habría dado media vuelta y proseguido mi camino. Aquella no era mi lucha. Tal vez lo tendría que haber hecho. Sin embargo, algo me frenó en el último instante. Aquella mirada inocente no me permitía irme sin más. Me había devuelto la esperanza y no podía traicionarla de esa forma tan…humana. Di media vuelta y, en contra de mis deberes, posé mi mano suavemente en la cara de aquel hombre y deposité en él su propia frustración.
Simplemente le mostré todos los sentimientos que, durante tanto tiempo, él mismo se había negado a experimentar y lo que esa negativa había producido tanto en su alma, como en la vida de quienes le rodeaban. Un torrente de lágrimas, como gotas de lluvia, corrieron incansablemente constantes por su mejilla y sus piernas perdieron fuerza. Trató de hablar, pero solo alcanzó a emitir algunos sonidos ininteligibles.
Miré al chico y me percaté de que había sido un observador impasible de toda la situación, aceptándola con total naturalidad, como si hubiese esperado este acontecimiento con plena consciencia durante toda su existencia. El padre pareció darse cuenta y se acercó despacio al pequeño, dándole un cálido beso en la frente a lo que él respondió con una sonrisa.
—Haz que este esfuerzo sirva para algo —pensé, y ante mi atónita mirada el niño asintió levemente.
—Tal vez nos volvamos a ver algún día —dijo el pequeño.
Una vez dicho esto, cogió a su padre de la mano y lo condujo hacia el interior de un portal, perdiéndose en la penumbra.
Un relámpago bramó en la lejanía a modo de advertencia.
—Sabes que tenía que tomar partido —murmuré mirando al cielo, mientras me alejaba del lugar y de mi propio sentimiento de culpa—. Solamente la inocencia de un niño puede mostrarnos las verdades más ocultas.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
Banda Sonora Opcional: The Day The World Went Away (Still) – Nine Inch Nails