Cuando la música atraviesa la frontera de mis cascos
Imágenes mudas corrían vertiginosamente en una infinidad de ventanas artificiales. Visiones mecánicas del presente, el futuro y el pasado nos golpeaban con el más que dudoso fin de hacer el viaje más ameno.
Ya casi había renunciado a la ilusión de emprender una aventura de aquella índole y, sin embargo, una mezcla perfecta de azar, sacrificio y un ángel de inconmensurable generosidad contribuyeron a elaborar con mimo la receta que haría perdurar en mi memoria el dulce regusto de la vorágine melómana que estábamos a punto de vivir.
Con la máscara pétrea de quien lleva demasiadas horas de vuelo y una sonrisa milimétricamente ensayada, la azafata fue ofreciendo, a cada comensal de aquella mesa supersónica, su ración individual de sangre de unicornio (o eso supuse que sería, por los precios que figuraban en el menú). Por suerte, había sido previsor y llevaba conmigo viandas suficientes para aguantar el largo viaje que restaba hasta mi destino. No eran lembas élficas, pero al menos no moriría de inanición.
Tras saciar ligeramente mi gula, más por ganar tiempo que por verdadera necesidad alimenticia, me imbuí en los diversos acordes que muy pronto me golpearían el alma, estudiando los tonos, memorizando el contenido, imaginando las dosis de adrenalina que recorrerían mi cuerpo, rodeado por aquel particular surtido-regalo de personas. Ni siquiera las estridentes familias que regresaban del ansiado descanso en mi particular paraíso de contrastes (donde sospechaba que a sus hijos les habían rebozado los cereales del desayuno con cocaína), conseguirían borrarme la sonrisa de la cara.
[pullquote]Tras largas horas de vigilia y duermevelas, el amplio espacio que ocupaba aquel templo de despedidas y reencuentros fue despertando perezosamente, para recibir a sus nuevos y somnolientos visitantes.[/pullquote]Al bajar del avión busqué un refugio no demasiado incómodo para obtener un poco de reposo y afrontar la primera prueba que atacaría con saña mi espíritu desacostumbrado y mi buen humor. Me esperaba una larga escala hasta la salida de mi próximo vuelo.
El tiempo transcurría engañosamente rápido al principio, pero a partir de la segunda campanada, el reloj se detuvo irremediablemente. Las pobres almas en pena que intentaban quemar su dieta rica en horas muertas cada vez eran más escasas y yo estaba agotando el número de posiciones en las que colocar mi maltrecho cuerpo. Con las limpiadoras y los reponedores de máquinas expendedoras como únicos aliados de batalla, no encontraba un momento en el que la estridente y robótica voz amplificada por la megafonía del aeropuerto me librara del suplicio de sus consejos.
Poco a poco, tras largas horas de vigilia y duermevelas, el amplio espacio que ocupaba aquel templo de despedidas y reencuentros fue despertando perezosamente, para recibir a sus nuevos y somnolientos visitantes. Había llegado el momento de proseguir con mi camino. Era excitante ver la ingente cantidad de viajeros jóvenes e ilusionados que me iban rodeando paulatinamente en busca de la puerta de embarque hacia su particular aventura y me entretenía imaginando cuántos de ellos me acompañarían en mi particular viaje. Por desgracia, a medida que se fue formando la cola tras el monitor que anunciaba mi destino, me di cuenta de que un jueves a las siete de la mañana, la equis en la ecuación que dividía el número de mochilas, tiendas de campaña y gorros de paja entre las ojeras, portátiles y trajes con corbata tendía irremediablemente a cero. Lo único que me consolaba era que ese tinte gris de mi caleidoscópico peregrinaje sería mucho más corto y plácido que la insufrible velada que acababa de padecer. Antes de que me diera cuenta, estaría fundiéndome en un abrazo con aquel camarada que, junto a mí, recorrería el camino de Baco y Euterpe con la ilusión de dos adolescentes.
El cansancio sería mortal, las horas de sueño, escasas, pero las sorpresas que nos esperaban, los inolvidables recuerdos que permanecerían grabados para siempre en nuestros sentidos, a golpe de baqueta y rasgueos de guitarra, bien merecían la pena el sacrificio. El viaje no había hecho más que comenzar y yo estaba dispuesto a retener cada segundo en mi memoria.
Un relato de Fernando D. Umpiérrez
Banda Sonora Opcional: Lonely boy – The black keys