¿De verdad es tan importante tener razón?

Reza una frase del tragicómico humorista Louis C. K.:

«Cuando alguien te dice que no le has herido, no puedes decidir que no lo has hecho»

A priori, esta frase destila un gran sentido común, pues el peso del daño, especialmente el daño emocional, recae siempre en el receptor y el emisor no tiene —o no debería tener— la potestad para decidir de manera unilateral, sobre el grado de dolor, de mal o de bien que ha ocasionado con sus actos. Lo único que puede hacer es acarrear con las consecuencias.


Pues bien, existen ciertos individuos que no solo niegan el daño producido, despreciando los sentimientos de su interlocutor, sino que rehúsan a asumir ningún tipo de responsabilidad. Seguro que conoces a alguna persona que encaja en el perfil al que hago referencia; individuos que se consideran a sí mismos en un perpetuo estado de iluminación sin mácula. Incapaces de asumir un error como propio ni, paradójicamente, perdonar errores ajenos a pesar de recibir una montaña de disculpas. Mártires frente a un mundo injusto que terminan por pensar que todos confabulan en su contra antes de reconocer que habían caído en un error, pero que enarbolan la bandera del cinismo, cuando no pierden un segundo al atacar de manera cruel y despiadada a quien ha cometido una equivocación, especialmente cuando muestran su «debilidad» al reconocerla.

Discutir con ellos es resignarte a ser espectador de una montaña rusa de argumentos con infinitos tirabuzones. Verás con estupefacción cómo le dan tantas vueltas a la tortilla que la terminan destrozando con tal de defender que ellos querían hacer un revuelto desde el principio.

La motivación que se esconde tras semejante comportamiento puede ser de lo más diversa. Desde un ego exacerbado, hasta una inseguridad mal encarada. Pero los efectos para quien lo sufre son siempre las mismas: Agotamiento y decepción.

Estos defensores acérrimos de su verdad asumen que esta es única e inquebrantable y llegan a desarrollar un argumentario tan elaborado con tal de defenderla, que al principio podemos llegar a dudar de la propia realidad; de nuestros propios recuerdos.

El problema es que su verdad no tiene nada que ver con ningún hecho concreto y por eso mutan sus palabras a voluntad. Esa verdad primigenia a la que se aferran, aquella por la que matarán si es necesario, es tan básica como el concepto de que ellos tienen razón, más allá de toda duda razonable. No importa sobre qué. Jamás les cogerás en un renuncio.

[pullquote]Discutir con ellos es resignarte a ser espectador de una montaña rusa de argumentos con infinitos tirabuzones.[/pullquote]

Por eso terminan siendo agotadores, porque razonar no sirve para nada a la hora de enfrentarte a ellos. Los datos, los hechos, el sentido común lo retuercen e interpretan a su antojo y siempre tendrán razón con lo que querían decir aunque se hayan desdicho una y mil veces.

Lo peor es que siendo buenas personas —o pudiendo serlo, pues esto no siempre se cumple—, terminan decepcionando a quienes les conocen el tiempo suficiente para ver cómo se quiebran sus máscaras. No se puede confiar en quien vive deliberadamente en una burbuja artificial de realidad.

Cuando una persona dilapida el respeto y amor —propio y ajeno— a costa de no reconocer que estaban equivocados, como si eso anulase su valía o dilapidase sus logros, precisamente consiguen lo que pretendían evitar: Que nadie se crea ni una palabra de las que salen de su boca. Y su reacción lógica no será jamás la reflexión sesuda y la asunción humilde de los errores. En lugar de eso focalizarán todo su odio en quienes han destapado sus debilidades con todas las herramientas a su disposición, sin importar el daño que puedan causar por mantener intacta su burbuja. Mentirán —a ellos mismos y a los demás—, se rodearán de un séquito de afines sin voluntad que alaben su magnífico traje de mentiras, aunque incluso un niño vería que en el fondo van desnudos. Cualquier daño colateral será bien recibido para convertir la inseguridad propia en dolor ajeno. Cualquier acción será aceptada si con ello evitan encontrarse directamente con la realidad. Razonar. Ir de cara. Solucionar el problema.

Por eso cuídate de aquellos que destierran el «me equivoqué» y el «tienes razón» de su vocabulario. O déjalos vivir en su burbuja, pero no malgastes tu energía en quienes adornan con las telas más exquisitas el velo imperial con el que han decidido cubrir su vista.

 

Una reflexión de Fernando D. Umpiérrez

 

Banda Sonora Opcional: Jeremy – Pearl Jam

 

Publicado por Fernando D. Umpiérrez

Guionista, escritor, superviviente y tan biólogo como médico el Gran Wyoming. Un soñador empedernido encerrado en el cuerpo de un pragmático redomado. Observador impasible de realidades alternativas. Ahora sobrevivo como guionista de fortuna. Si buscas alguna historia y no la encuentras, quizás puedas contratarme...